La Paz, B.C.S – Estoy aquí de nuevo bajo el cielo azul de La Paz para hablar de Félix Córdoba. Treinta y cinco breves años han transcurrido desde aquel verano canicular cuando en la credulidad de mis 26 años me convenció de que no hay entelequias ni fantasías para quienes han aprendido a arar sobre la mar.
Lo recuerdo como si fuera ayer. En una minúscula casita cercana al mar, con un escritorio, una vieja Rémington, un archivero, dos sillas y un pizarrón, aquel hombre que había perdido la cabeza a la manera en que lo predicara Xavier Villaurrutia, dibujó en el aire y ante mi azoro su personal Utopía científica. Después me tomó cordialmente del brazo y me condujo a la playa desierta en donde se mecía una pequeña lancha de pescador –no recuerdo si tenía nombre-, con remos y motor Evinrude de un caballo.
-Lo invito a participar en una exploración de biología marina –me dijo.
Con mirada inquieta vi las dimensiones del navío recortadas en la inmensidad oceánica. Félix Córdoba no tenía la constitución que un lector de Salgari como yo imaginaba en un marino, y el motorcito parecía más apropiado para bomba de agua que para lidiar con las turbulencias que anunciaban el cielo encapotado. Un colega que nos acompañaba, creo que Aldo, soltó la risa y con amistosa fuerza me hizo trepar al bote. No tengo memoria de mucho más -creo que Córdoba habló del plancton y de la variedad de especies marinas de la región- salvo del espacio verdeazul en el que parecían fundirse tierra y mar.
Así nació el Centro de Investigaciones Biológicas, hoy apellidado del Noroeste, prez y orgullo de la Baja California Sur y de México. Aquella casita rodeada de plantas tropicales se transformó en un formidable conjunto arquitectónico en donde hoy especialistas conducen investigación básica y aplicada y decenas de jóvenes estudian maestrías y doctorados.
En este día me encuentro en una mesa en donde científicos y tecnólogos se enorgullecen de sus programas ante autoridades locales y federales que escuchan con aprobación. Participo en el cumpleaños 35 del centro. Y una visión me regresa al lado de aquel hombre de cuyo timbre de voz ni color de ojos tengo ya memoria. Pero la emoción de haber sido testigo doméstico y accidental de una profecía que se autocumpliría, me embarga igual que aquella mañana en que titubeaba frente a la pequeña embarcación.
En homenaje a la memoria de Félix Córdoba recupero lo que aquí escribí hace unos años:
Se atribuye a Simone de Beauvoir la conmovedora sentencia que explica la chatez y medianía tan extendidas en el espíritu humano: “Cuando alguien apunta a la luna, ¡hay imbéciles que sólo atinan a mirar el dedo!”
Mas por fortuna no es infrecuente que la mediocridad de unos arroje luz sobre la grandeza de otros. En 1922 en una conferencia en Nueva York, George Mallory se enfrentó a una turba de reporteros que exigían les explicara las verdaderas razones de su insistencia en llegar a la cúspide del Everest. Mallory estaba confundido y mortificado. Quizá por su temperamento inglés no lograba comprender la curiosidad gritonera de los gacetilleros. Dos veces había intentando conquistar a la montaña y dos veces las inclemencias del tiempo y las dificultades del terreno habían frustrado su propósito. Finalmente alzó la mano para pedir silencio. Recorrió con la mirada fría de sus ojos azules al auditorio y dijo sencillamente: “¡Porque está ahí!”
¡Porque está ahí! Con esa frase Mallory dio nombre al germen que dispara las grandes proezas. ¿Por qué llegar a la luna? ¿Por qué escribir esa novela? ¿Por qué buscar infatigablemente una nueva vacuna, un fármaco mejor, un combustible renovable? ¿Por qué enfrentarse al poder público o a las limitaciones personales para cambiar el estado de las cosas? ¿Por qué iniciar un doctorado cuando se está a tiro de piedra de la tercera edad? ¿Por qué dejar la comodidad de la gran ciudad y la disponibilidad de grandes laboratorios y ejércitos de tesistas para ir a la nada a fundar un centro de investigación? Estas y un millón de preguntas más tienen su explicación en el apotegma de Mallory, quien, fiel a sí mismo, en 1924 subió por tercera vez a la montaña… y perdió la vida. Su cadáver congelado fue hallado cerca de la cumbre 75 años después, en 1999. Nunca se supo si falleció antes de llegar a su meta o de regreso. Creo que no importa. Su ejemplo es lo que vale.
El 1 de diciembre de 1955 en la ciudad de Montgomery, capital del racista estado de Alabama, una costurera negra de 42 años, Rosa Parks, decidió no ceder su asiento en el autobús a un patán blanco como le ordenara el patán conductor de la unidad. No hay registro de sus palabras, pero me gusta pensar que dijo: “¡No, no y no… y háganle como quieran… que ya me tienen harta!” No habrá faltado quien le aconsejara: “Señora, quítese, no sea tonta, atrás están los lugares de los negros, no se arriesgue”. Pero Rosa Parks se mantuvo firme. Presto llegaron los gendarmes y echaron a un calabozo a la peligrosa mujer. Acto seguido fue enjuiciada por “desobediencia civil”. Y esta sencilla determinación detonó uno de los más grandes movimientos pro derechos civiles del siglo y convirtió a la costurera en un icono mundial.
En México hay bizarros ejemplos de fortaleza espiritual. Una chica llamada Gaby Brimmer pasó la vida en una silla de ruedas afectada de parálisis cerebral. Sólo podía mover el pie izquierdo y con esta gran capacidad, que todos los demás tenían por limitación, fue a la universidad, estudio literatura y se hizo poeta. Escribía señalando las letras en una tabla con el dedo del pie. Elena Poniatowska supo de ella y escribió un libro. Gaviota pudo dar conferencias y promover la causa de las personas con parálisis cerebral. Su vida fue llevada a la pantalla. Se creó un premio nacional de rehabilitación con su nombre y su ejemplo fue el motor para atender a muchos seres humanos antes condenados a vegetar en espera de la muerte.
Gaby murió el 3 de enero del 2000. En un poema había escrito: “Quiero morir en un día de invierno gris, feo y frío, / para no tener tentación de seguir viviendo. / Moriré en esa época del año, / porque de todo el mundo he recibido frío. / Quiero morir en invierno para que los niños hagan sobre mi tumba muñecos de nieve”.
Nonagenario, enfermo y agotado el cuerpo, ya cerca de la muerte, Winston Churchill se presentó en la ceremonia de graduación de Sandhurst, su alma mater, para dirigirse a la nueva generación de cadetes. Durante la ceremonia estuvo dormitando. Cuando llegó el momento de su discurso, ese hombre que fuera “amo y esclavo de la palabra” y uno de los ingleses más conocidos de todos los tiempos, hubo de ser auxiliado hasta el podio desde donde, encorvado pero con el mismo fuego de siempre en la mirada, pronunció su último y, me parece, el más extraordinario de sus discursos.
“¡Jóvenes!”, dijo: “¡Nunca se rindan!”
“¡Nunca!”
“¡Nunca!”
“¡Nunca!”
Se me agolpan los ejemplos de acciones individuales que han cambiado al mundo. Mencionaré algunos:
Indignado por un gobierno que mantenía la esclavitud y libraba una guerra injusta contra México, Henry David Thoreau se negó a pagar impuestos y fue a la cárcel. En 1849 publicó Sobre el deber de la desobediencia civil, en donde dice: “Hay miles cuya opinión es contraria a la esclavitud y a la guerra con México, pero nada hacen para poner fin a estos males… y esperan que otros pongan remedio para así tranquilizar sus conciencias”.
En 1906, inspirado en gran medida por Thoreau, Gandhi inició la lucha no violenta llamada satyagraha, que puso de rodillas a la arrogante Pérfida Albión y desarmó aquel imperio en donde no se ponía el sol. Siguiendo el ejemplo de Gandhi, en los años sesenta Martin Luther King encabezó el movimiento por los derechos civiles de los descendientes de los esclavos del siglo XIX. La lección es que las acciones individuales sí pueden tener consecuencias que muevan a la sociedad y cambien al mundo.
La historia de México abunda en hazañas individuales. A riesgo de ser satanizado por la moderna escuela historiográfica que desea librarnos de leyendas, pero crédulo de que mitos y leyendas están en la argamasa de los pueblos, me atrevo a evocar algunas.
Cuando en 1812 en el sitio de Cuautla el general Almonte rompió una barricada y avanzaba para tomar la plaza, un niño de 12 años, Narciso Mendoza, desafió las balas y logró encender la mecha de un cañón que al disparar frenó el avance realista y puso a Morelos a salvo. En septiembre de 1810, Juan José de los Reyes Martínez, a quien llamaban “El Pípila”, se arrastró a la Alhóndiga de Granaditas con una losa en la espalda y prendió fuego al portón, abriendo así el paso al ejército de Miguel Hidalgo. Bien recordamos las hazañas de los cadetes de la Escuela Naval de Veracruz y del Colegio Militar que se negaron a dejar la plaza y perdieron la vida luchando contra el invasor norteamericano en 1857 y en 1914.
¡Tenemos tantos ejemplos! Aquí una narración del asalto ordenado por el primer doctor en ciencias políticas egresado de Princeton Woodrow Wilson, también presidente de los EUA, que encontré en una revista escolar:
“Sin previa declaración de guerra, cuarenta y un barcos norteamericanos bombardearon el puerto de Veracruz el 21 de abril de 1914, un martes. A las once y media de la mañana los primeros soldados estadounidenses inician el desembarco. El ejército federal al mando del general Gustavo Maas, leal a Huerta, ha evacuado la plaza, pero los alumnos de la Escuela Naval, alentados por el comodoro Manuel Azueta, organizan una heroica defensa, improvisan barricadas y cada cadete recibe 250 cartuchos. El fuego se generaliza a la una de la tarde.
“La escuela es bombardeada desde el barco Prairie y ametrallada desde las lanchas norteamericanas. A las cinco, los invasores llegan al centro de la ciudad y a las siete, la escuela es evacuada ante su avance incontenible.
“Destaca la acción valerosa del teniente José Azueta, de 19 años, quien con una ametralladora enfrenta a los invasores, herido en una pierna, hasta que dos impactos más le hacen caer; así como la del cadete Virgilio Uribe, que en la lucha recibe una bala de fusil en la frente que le destroza el cráneo y muere instantáneamente. Como ellos hay muchas víctimas y son muchos los actos de heroísmo también de civiles como José Gómez Palacio, Cristóbal Martínez y otros más. Después de varias horas de combate, las fuerzas invasoras ocupan completamente la ciudad. El almirante Fletcher decreta la ley marcial, interviene los servicios públicos y ocupa la aduana.
“Al otro día, 22 de abril, los barcos San Francisco y Chester bombardean nuevamente la escuela naval porque ignoran que ha sido evacuada y Fletcher, enterado de que José Azueta agoniza, envía un cirujano a atenderlo. Pero el joven marino rechaza la ayuda: ‘¡Que se larguen esos perros, no quiero verlos!’ Morirá el 10 de mayo siguiente.”
El 18 de marzo de 1938, el general Lázaro Cárdenas expropió las empresas petroleras extranjeras que desde fines del siglo XIX sangraban al país. México pasaba por uno de los momentos más difíciles de su historia. Se puede decir que la nación se jugaba el futuro. Un gobernante menos decidido, con menor enjundia y patriotismo, o sencillamente ayuno de compromiso, hubiese reculado ante las empresas y la amenaza de una invasión norteamericana. Cárdenas, y su amigo y mentor Francisco J. Múgica, decidieron correr el riesgo en contra de la opinión generalizada del momento, por la sencilla y profunda convicción de que ése, y no otro, era su deber.
Aquel verano de 1975, Félix Córdoba me quiso decir que esa aventura era, sencillamente, su deber. Su obituario publicado por la Sociedad Mexicana de Inmunología en el 2007 documenta los alcances de su compromiso.
Profesor – investigador en el Departamento de
Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.