Un taco es una tortilla de maíz que se enrolla para contener: ¡uh, tantas cosas ricas!
Según el puesto al que tú acudas, el taco puede ser de: suadero, longaniza o tripa; carne de res asada o machitos de carnero; papas con rajas, mole verde, frijoles refritos; pata, chicharrón, quesillo y… bueno, la lista puede ser tan larga que no acabaríamos.
Conocí un taquero que, antes de que el cliente eligiera de lo que quería su taco, éste, ya se lo estaba dando en la mano con el clásico “pruebe, pruebe, no me lo pague” que al final venía cobrando ese y otros que el cliente no había consumido. La técnica de asalto de ese taquero ya era bastante conocida, y a pesar de todo, mucha gente no dejaba de ir a ese lugar. Luego, ya en el servicio, el asalto continuaba porque el taquero no podía ver plato desocupado porque ya te acomodaba otro de lo que fuera, y eso no nada más se convertía en exigencia para comértelo, sino para pagarlo.
Las tortillas eran, circulares, delgadas y más o menos blancas, sabor delicado, y… sobre todo, de tamaño decente: por lo menos 15 centímetros de diámetro. Cuando el taquero en cuestión se instaló en ese lugar, el relleno era en abundancia, lo que no permitía enrollar con facilidad el taco. Pero, con el tiempo, las tortillas se fueron haciendo más chicas: siete centímetros de diámetro a lo sumo, eran meros confetis, pues.
Y sucedió, lo que le tenía que suceder a todo aquel que aspira ser político, que anda muy de tacuche completo pero con las bolsas limpias de dinero pero con la panza hueca de tanta hambre.
Así que el más gordo, alto y doble del grupo propuso que fuéramos con el taquero para que nos fiara. Nos fió más que un cuerno. Entonces este chavo, veracruzano al fin, dicharachero e ingenioso, retó al taquero al decirle que si se comía 100 tacos no le pagaba nada y además tenía que darnos de comer a todos, éramos como 5, y que si fallaba le pagaría el doble. El taquero le comenzó a dar los tacos mientras nosotros veíamos como se inflamaban los cachetes del gordo en cada bocado.
Al principio, el veracruzano se daba el lujo de pedir su taco que de nana, que de trompa, que de lengua… después ya no podía hablar y recibía lo que el taquero le arrimaba. Ya por el taco 70 el taquero se los empezó a dar más gordos y cada vez más gordos. Nosotros, más preocupados por que se comiera los 100, que por su indigestión. En medio de nuestra preocupación, lo animábamos a que siguiera deglutiendo los que le faltaban.
En el taco 99 el taquero hizo una modificación al convenio, “te tienes que quedar aquí hasta que tus compañeros acaben sus tacos, además de que te tienes que echar tres refrescos con gas, para el resbalón”. El pobre gordo, después de sus 100 tacos se quedó parado a un lado del taquero y frente a nosotros con sus ojos desorbitados, sobándose la panza, haciendo cara de ascos mientras nosotros, tranquilamente pedíamos uno de cuerito, otro de cachete, otro de nana, en fin.
No cabe duda que siempre hay alguien de buen corazón que pone su pellejo en riesgo con tal de que tú comas.
El taco: Horacio Corro Espinosa
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