Está muy extendida la creencia de que el presidente de la República en los años dorados del PRI tenía un poder ilimitado, puesto que no sólo era el jefe del Estado y del Gobierno, sino también de las Fuerzas Armadas, del PRI, que antes de los años 80 era incontrastable, sino también porque él nombraba a los gobernadores, diputados y senadores. Se han hecho frases tan ingeniosas como fantasiosas al respecto, como la de la “dictadura perfecta” o la “Presidencia imperial”, pero en la realidad, el poder del presidente estaba acotado.
Los límites eran, en parte, evidentes: la pesantez y viscosidad de la burocracia, que retrasaba o invalidaba los programas de gobierno; las presiones de Estados Unidos en la bipolaridad, donde ambas potencias tenían sus “zonas geopolíticas de influencia”; el poder agazapado de la Iglesia Católica, que no obstante su discreción en los asuntos públicos debía ser tenida en cuenta en la toma de las grandes decisiones; el chantaje de las corporaciones transnacionales, que creció exponencialmente cuando México renunció a su seguridad alimentaria, deslumbrado por la teoría de las ventajas comparativas (nosotros teníamos ventaja para aportar mano de obra barata y la tenían para las industrias, los servicios de alta calificación y la innovación tecnológica).
Pero no sólo estaba acotado el presidente por factores de esta índole, sino también por la necesidad de mantener un equilibrio siempre inestable entre las fuerzas políticas, y 1968 demostró que un error pondría en peligro la subsistencia misma del sistema encabezado por el presidente. Las élites políticas debían mantener dosis adecuadas de autoritarismo y libertad, de crecimiento económico y expectativas de distribución, de pan y circo. Por eso el poder pudo pasar incruentamente de los generales que hicieron la revolución a los abogados que se educaron en la UNAM y los ingenieros que se formaron en el IPN, y de éstos a los economistas formados en universidades estadunidenses, cuya toma del poder fue más fácil en la medida que eran la generación de recambio y, lo que no se menos importante, que muchos de ellos eran hijos o nietos de los viejos mandarines.
El único presidente priista que hasta ahora ha habido en el siglo XXI está acotado por esos y muchos otros factores que sus predecesores no conocieron. En primer término por la sociedad, que ha ganado amplios espacios democráticos que cuentan, y mucho, a la hora de las decisiones. En segundo lugar, porque las “facultades meta-constitucionales” se han ido reduciendo, sobre todo a partir de la derrota electoral de 2000, y han surgido nuevos caciques: los gobernadores, las altas burocracias sindicales –con la “maestra” no se acabó el poder del SNTE–, los legisladores federales y locales, los partidos políticos. Pero sobre todos esos factores, el presidente de la República tiene que enfrentarse a un enemigo brutal, el crimen organizado, que a su incalculable poder económico y destructivo agrega el don de la ubicuidad combinado con el de la invisibilidad: está en todas partes y nadie sabe quién es.
¿Cómo gobernar en circunstancias tan adversas? ¿Cómo ganar capacidad real de decisión en una franja tan angosta y serpenteante como la que le ha quedado al Estado mexicano después del fiasco foxista y la irresponsabilidad calderonista? ¿Qué hacer para dar cumplimiento efectivo, pleno y real a los compromisos de campaña? ¿Cómo revertir las tendencias económicas y del empleo que en este primer semestre de la administración se han complicado porque la economía no cambió automáticamente con la salida del panismo?
La única respuesta posible –por eso ha tenido éxito hasta ahora – es la alianza con otras fuerzas políticas en torno a un conjunto de objetivos en los que se reconocen todas ellas. Pero esa alianza, el Pacto por México, se ve constantemente en riesgo por las disputas por el poder partidario (el calderonismo encabezado por Cordero es tristemente ilustrativo) que se dan en todas partes, incluidos el PRI, que nunca ha sido un bloque unido, sin críticas ni conflictos. El otro importante obstáculo para el avance de las propuestas de esa alianza, está en los intereses específicos renuentes los cambios: hasta ahora, los maestros y sus líderes de todos colores, los monopolios televisivos y radiofónicos, estos últimos poco aludidos cuando se habla de la concentración del poder en los medios.
Por eso la alianza inter-partidaria es insuficiente. El presidente necesita el apoyo activo de la población, no sólo como resultado de un manejo eficaz de su imagen y de la difusión de sus logros. Su partido –y también los otros de la alianza– debería convocar a la gente a hacer directamente algo, ya sea en el terreno de la educación, al que me referí en la anterior entrega, o el cuidado del ambiente, campaña que podría quedar principalmente a cargo de los niños; en la formación de una cultura del Derecho, en la reducación vial de los habitantes de las ciudades, etc. Se trata de que la gente construya la parte de sus soluciones que están a su alcance, que deje de esperar a que le den, que participe directamente en el logro de los objetivos del Pacto, para que lo haga suyo: esa movilización social sería un escudo político decisivo para el presidente.