Al momento de redactar estas líneas con el desvelo a cuestas y en medio del frío que anuncia diciembre, dibujo mi mensaje para dentro de unas horas.
¿Qué decirle a un puñado de jóvenes que desde la universidad pública buscan una opción de futuro para sí? ¿Qué decir para que escuchen en vez de oír? ¿Qué de novedoso regalar para los más incrédulos entre los incrédulos; para los más críticos entre los críticos; para los sobrevivientes de la desesperanza?
A la conferencia le pusieron nombre: “El poder de la palabra joven”. ¿Cómo cumplir las expectativas? ¿Llegarán los convocados con alguna expectativa?
Ninguno de los asistentes leerá este texto antes de encontrarse conmigo y ello hace más interesante su redacción.
Sigo cuestionando ¿Qué aportar a quienes se forman profesionalmente en un área que no es la mía? ¿Cómo satisfacer a quienes, regularmente, esperan aportes académicos o de práctica laboral en su formación profesional? Ellos, estudiantes de contaduría; yo, abogado y politólogo.
No obstante lo pertinente de todas las interrogantes, voy tranquilo, convencido de la necesidad de poner las coincidencias por encima de cuanto pueda hacernos diferentes. No voy con la pretensión de enseñar nada y sí, con la convicción de siempre, de compartir mucho. No asisto con la necesidad de reconocimiento público y sí con la urgencia de despertar conciencias; una o dos serían suficientes.
Y es que la brega del despertador es hoy, más que en ningún otro tiempo, difícil, lenta y por ello tiene que ser paciente y esmerada. Tengo una idea firme, definida en relación al cambio. Para cambiar las cosas se necesita poder. Las palabras están llamadas a ser fuente de poder. Y ninguna generación como la que tendré frente a mí es portadora de ese poder transformador. Los jóvenes difícilmente tienen algo más que sus palabras y esas palabras son vehículo de sus sentimientos, de sus pensamientos, de sus vocaciones, de sus afanes y sus visiones. Solo que esas palabras están en la mayoría de ellos, dormidas.
En cada joven hay un discurso dormido y en la suma de todos ellos está el germen del cambio, de la transformación. “Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción”, dijo Salvador Allende, solo que la revolución de hoy prescinde de las balas y urge de las palabras. No hay acción si antes no hay palabras.
Cada joven lleva un discurso a cuestas, un discurso sin pronunciar. La peor tragedia para un joven es nunca haber pronunciado el suyo propio. No basta con hablar o escribir; es menester hacerse escuchar, hacerse leer. Un discurso sirve, solo en función del destinatario. Lo más fácil puede resultar aprender a hablar o aprender a escribir. Lo realmente difícil es hacerse escuchar, hacerse leer… dejar huella.
Los jóvenes son, por excelencia, portadores de la inconformidad, del disgusto. Progresistas por naturaleza, rechazan el estado actual de las cosas; amantes de las libertades, son perspicaces observadores y acuciosos buscadores de represiones e injusticias. ¿De qué sirve si no se habla y no se escribe? ¿De qué sirve si no se hace leer y no se hace escuchar? ¿De qué sirve si el discurso nace muerto con la ausencia de caminos qué transitar, ayuno de propuestas? Hablar y escribir solo diatribas e infundios es igual a no hablar, es lo mismo que no escribir.
Los jóvenes, nuestros jóvenes, son presa del peor de los miedos. Tienen miedo a hablar y a escribir; no se diga a hacerse escuchar o a hacerse leer. El peor enemigo de la juventud es la misma juventud que se auto anula, se auto censura. Y es así porque los pocos que se atreven a pronunciar y escribir palabra gritan solo su rabia, su inconformidad, sin una idea clara de señalar caminos. El egoísmo los mueve, alivian fugazmente sus frustraciones sistemáticas sin darse cuenta que no basta con expresarse, sin ser conscientes de que es necesario dejar huella.
“Los pueblos que no hablan se suicidan” y nuestro pueblo ha dejado de hablar.
Las palabras son un factor de poder y la juventud no usa las palabras para lo que sirven.
De eso y más hablaremos dentro de unas horas. Nos pondremos de frente. Cada uno será un espejo y la imagen en cada uno reflejada, será nítida expresión de lo que no deben seguir siendo: jóvenes reactivos que al no ser parte de la solución siguen siendo parte del problema.
La culpa de los males de este país y de este estado no es enteramente de quienes nos gobiernan. Lo es en parte, también, de una generación egoísta que se satisface en la pirotecnia de las descalificaciones.
Es posible cambiar las cosas. Los jóvenes no deben ser más, portadores de esperanza; deben ser portadores de poder transformador, del poder de las palabras.
José Enrique Rodó escribió en 1900 que hablar a los jóvenes era un género de oratoria sagrada. A más de un siglo de distancia ese pensamiento permanece vigente. Con esa idea, vuelta convicción, llegaré en unas horas a mi universidad y esas serán mis primeras palabras.
@MoisesMolina