En medio del fragor de la disputa por la nación en que se ha convertido la anunciada nueva política sobre Pemex, desde palcos y graderías, lunetas y gayolas, la batahola del respetable impide un razonamiento claro sobre el camino a seguir en tan delicado tema.
Desde la izquierda, desde el centro y desde la derecha; desde los grupos de presión y desde las troneras del gobierno, la guerra de consignas sobre qué rumbo tomar tiene más de Kar Seva hindú que de movimiento social. Asistimos a la revuelta de fundamentalismos y no a un congreso de inteligencias sobre un tema pivotal para el futuro inmediato de la nación.
En este abstruso escenario sólo hay un símbolo en común, sobre el que todos pretenden derecho de exclusividad: el ejemplo del general Cárdenas. Unos lo quieren apropiar como escudo a las sinrazones privatizadoras; otros como evidencia de la legitimidad de la apertura pretendida. Pero a todos se les olvida que Cárdenas operó en otro México, en circunstancias que no no podemos imaginar hoy y con propósitos que en el siglo XX carecen de significado.
Nadie, que yo vea, ha intentado recuperar lo que a mi juicio fue el verdadero sentido de la nacionalización del petróleo: un golpe de pedagogía revolucionaria para cambiar la mentalidad del país y avanzar en el cambio social. Una acción de resistencia política al imperio que hubiera sido imposible en un momento distinto al de 1938, con el resquebrajamiento geopolítico internacional, las tensiones internas en Estados Unidos que le obligaron a reformular su política interamericana y en México un programa de reformas estructurales como el del cardenismo. La expropiación fue un hito en las relaciones entre el mundo industrializado y las naciones en desarrollo; un modelo de autodeterminación económica para naciones emergentes de todo signo político. Por primera vez en la historia un país del hoy llamado tercer mundo había tomado el control de un sector básico de la economía que había estado en manos de un centro capitalista. En otras palabras, la expropiación no puede verse, o analizarse, como un problema de propiedad de bienes, sino en el contexto del derecho de un país a darse el modelo de desarrollo económico que mejor convenga a sus intereses.
La movilización popular detonada por la expropiación sacó a la luz y dejó correr libres por la nación conductas que habían estado latentes, encubiertas o disimuladas. El apoyo popular facilitó condiciones para que Cárdenas construyera los contrapesos políticos necesarios para apuntalar su gobierno. Con esta medida, Cárdenas aseguró la estabilidad a costa de la continuidad del cardenismo. El Presidente pensaba que los avances revolucionarios se pondrían en peligro si se pretendía caminar con demasiada rapidez, que ir muy lejos podría provocar un estado de agitación y veía la necesidad de un periodo de estabilidad para cristalizar y hacer permanentes las reformas logradas.
Vista así, la expropiación tiene un significado mucho más profundo que el rescate de los recursos minerales del subsuelo. Significó la consolidación y el blindaje de un régimen de derecho y de un modelo de desarrollo. Me parece que el presidente Cárdenas vio claramente lo que no han entendido los gobiernos posteriores hasta hoy: el petróleo es una industria en liquidación. Así como él la nacionalizó para dar sostén a un proyecto de nación, hoy el camino debiera ser aplicar esa riqueza para sentar las bases que permitan a México sobrevivir cuando se hayan agotado los depósitos, algo cuya mención es todavía políticamente incorrecto para nuestros gobiernos, sean de la reacción o de la revolución.
En síntesis, se necesita una nueva expropiación. Mas para ello, sobra decirlo, se requiere otro Cárdenas.
The Washington Post
Watergate en sus inicios, por lo menos de junio a octubre de 1972, casi exclusivamente estuvo en la agenda del Washington Post. A Katharine Graham, la dueña y editora, le advertían desde diversos ambientes que su empresa corría el peligro del ridículo y del escándalo al sobredimensionar la importancia de un “robo de tercera”.
Por lo menos hasta el tercer cuatrimestre de 1973 no hubo en otros diarios de gran circulación una reacción en cadena respecto a las informaciones de Watergate publicadas por el Post. El senador por Kansas Robert Dole, a la sazón presidente del Partido Republicano, acusó al Post de estar a sueldo de la campaña presidencial del Partido Demócrata, mientras que a diario el vocero de la Casa Blanca, Ron Ziegler, aparecía en las noticias para expresar su “horror” por el “periodismo execrable” del Washington Post.
Al interior del Post Watergate no era popular. Varios jefes de sección opinaban en las juntas editoriales que el asunto estaba colocando en riesgo innecesario al periódico. Para Richard Harwood, responsable de la sección nacional, la cobertura del asunto estaba al borde de la fantasía, una investigación carente de lógica que lindaba en la paranoia. A eso se añadían las crecientes descalificaciones políticas del diario por parte de políticos respetados.
Este ambiente fue descrito por uno de los editores: “Nos sentíamos pequeños, no grandes o poderosos. No éramos presuntuosos. Sentíamos una enorme responsabilidad. No creíamos que el Presidente fuera a renunciar y la noche que eso sucedió casi todos nosotros enfermamos. Pero una vez metidos en el tema, los reporteros y editores del Post lo siguieron con el instinto de la manada que ventea sangre fresca en la brisa cuando aún tiene fresco el sabor de una presa anterior [los archivos del Pentágono].”
Éste es el espíritu que el nuevo dueño del Post, Jeff Betanzos, ha ofrecido preservar. Lo dice en una carta enviada el miércoles 7 a sus nuevos empleados.
Molcajete…
Depués del shock de la revelación de que el Big Brother de las barras y las estrellas nos tiene a todos más vigilados que marido celoso con esposa casquivana, las potencias comienzan a tomar contramedidas de seguridad. Desde Moscú se informa (Universal, 12 de julio) que el Servicio Federal de Protección “volverá a usar las viejas máquinas de escribir para proteger su información ultra secreta y evitar ser víctima de un espionaje informático”. Esto me hace ver con más tolerancia la antigua costumbre mexicana de aferrarse al molcajete y desconfiar de la licuadora.
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