Nuestro país ha venido dando tumbos desde la inútil, estúpida e inducida matanza de 1968 que cambió las cartas para la sucesión presidencial y reorientó la historia del último tercio del siglo XX mexicano. Los movimientos guerrilleros y la guerra sucia de los setenta fueron la expresión inmediata de la masacre, como lo fue la ulterior democratización, que el presidente Echeverría confundió con la cooptación de una generación de jóvenes políticos, la expropiación del lenguaje, banderas y símbolos mal traducidos del 68. “Los riquillos”, “el imperialismo”, “el tercer mundo”, son expresiones que quizá nunca se atrevió a pronunciar el secretario de Gobernación Luis Echeverría pero sirvieron de imagen al gobierno del presidente Luis Echeverría.
El presidente López Portillo (en esa época todavía los presidentes tomaban las grandes decisiones poco menos que a voluntad), con la participación de don Jesús Reyes Heroles, inició en 1977 una larga sucesión de reformas políticas que culminaría en 1996 y que desembocaría en la pérdida de la mayoría del PRI en la Cámara de Diputados un año después y la derrota del candidato presidencial de ese partido en 2000, así como en el tránsito pacífico de un gobierno a otro, de un sistema a lo que muchos pensamos que sería otro.
Es posible que sin el 68 se hubieran pospuesto las reformas, pero la disyuntiva entre democratizar el sistema político o imponerle tintes dictatoriales parecía inevitable, primero, porque el priismo había perdido su capacidad de inclusión, como lo evidenció el predominio de las familias fundadas por ex revolucionarios y ex porfiristas; segundo, porque la acumulación de riqueza desde los años cuarenta no se tradujo en innovaciones, desarrollo tecnológico y mayor competitividad, y tercero porque los avances sociales generados por la revolución tenían el germen de su propia destrucción, como dirían los marxistas: la educación pública formó una juventud demandante que no se conformaba con escuela y empleo, sino que exigía democracia; la salud pública abatió las tasas de mortalidad infantil y aceleró el crecimiento poblacional; la planta industrial deterioró el ambiente y su concentración en el Valle de México y en menor medida de Monterrey, Puebla y Guadalajara, provocó una urbanización monstruosa.
En vez de conducir el tránsito a una democracia más plena, los dos gobiernos panistas trataron de aprovecharse de un sistema político que estaba liquidado y agravaron sus cánceres: la corrupción, la impunidad, las trampas electorales. Esa deplorable opción política hizo posible el crecimiento de la mafia sindical que encabezaba “La maestra”, cuyo poder se fundó en la complicidad de casi todo un gremio: nunca los maestros tuvieron mayores aumentos de salarios y prestaciones como entre 2000 y 2013 a cambio de obediencia en una estructura piramidal de movilización ilegítima pero eficaz.
No cambiar fue una opción política que enanizó al panismo, lo corrompió y lo dejó descobijado ante la atónita sociedad: detrás de la prédica democrática y honesta había lo mismo. Y, en efecto, Cordero y Bejarano, hombres de ligas de billetes, se diferencian en la grosera ineptitud del primero incluso para sus propios fines y la enorme capacidad de manipulación de masas del profesor. Un querido amigo compara Carlos Salinas y Felipe Calderón: los dos se legitimaron con acciones de la fuerza pública, sólo que el priista es uno de los políticos más talentosos y el otro se convirtió en un pobre hombre.
Cuando empecé a reflexionar en este comentario se difundió la noticia de una gigantesca salida de capitales del sistema financiero nacional y pocos días antes se corrigieron a la baja las estimaciones de crecimiento del PIB para este año. El trasfondo es un amasijo de problemas que se alimentan a sí mismos: la violencia criminal y social inhibe la inversión pública y privada, el empleo, el ingreso y el mercado interno, y propicia la huida de capitales y personas: los primeros se van en busca de seguridad aun con menor rentabilidad y las segundas se escapan por las puertas falsas de la emigración, el comercio ambulante, la delincuencia en alguna de sus múltiples modalidades, el consumo de drogas o el suicidio. Y mientras las empresas son abortadas o ni siquiera planteadas, las familias se desintegran y envilecen, pues la desesperanza, eufemísticamente llamada depresión, es una enfermedad contagiosa y mata poco a poco.
¿Qué se puede hacer en una situación tan adversa? Existe un acuerdo político en lo esencial, que propone soluciones de fondo, aunque incompletas como la educativa y recortadas por los poderes fácticos como la de telecomunicaciones, pero que marcan un rumbo: si los mexicanos queremos rehacer la viabilidad del país, tenemos que ponernos de acuerdo en lo básico, pues no es posible ni deseable borrar todas las diferencias. Y lo básico es la educación, el crecimiento económico y la generación suficiente de empleos bien remunerados en la economía formal.
Los políticos -al menos unos de ellos- están enfrascados en pequeñas luchas por el poder, en vez de atender lo que más importa a la sociedad. Gustavo Madero afirmó con el “pacto” su vapuleado liderazgo y fue su promotor entusiasta, pero Ernesto Cordero lo acusó de colaboracionista (en un partido que ha colaborado y colabora con el PRD), y hoy, en vísperas de elecciones locales, ambos se unen para chantajear al presidente o al PRI o para engañar a los panistas, con el pretexto de salirse del “pacto”. Eso es lo que quedó del partido de Gómez Morín, González Luna y Luis H. Álvarez.