De toda la vorágine que ha desatado la reforma judicial poca atención se ha puesto en el nuevo tipo de juez que el modelo exige y que habrá de ser producto final conforme se vaya asentando.
Es impensable que una reforma de tal calado inicie operando a la perfección. Seguirán habiendo muchos ajustes, primordialmente desde la práctica práctica, que corregirán los procesos de su implementación y de la impartición de justicia.
El juez, como actor central del destino de la reforma, tendrá los ojos puestos sobre sí y es vital que desde ya, entienda cuál deberá ser su rol y su perfil en el nuevo paradigma de impartición de justicia.
Uno de los principales reclamos que se ha hecho a la judicatura es su ostracismo.
Llegamos a tener una judicatura que conforme se especializaba y perfeccionaba técnicamente, se alejaba del contacto directo con el justiciable y con el resto de operadores jurídicos.
El juez ya no hablaba con nadie (a veces por mandato de la ley) y, de hecho, ya no hablaba sino a través de sus sentencias.
Y es que la racionalidad era su único criterio y fuente de legitimidad. La preocupación del juzgador se reducía a fundar y motivar, primordialmente desde las reglas de la lógica formal, y después incorporando metodologías de interpretación y adjudicación de derechos humanos.
La excesiva carga de trabajo parecía no dejar espacio, aunque se quisiera para destinar tiempo a otra cosa que no fuera el estudio y decisión de los casos.
El juez era un científico de laboratorio que empleaba la pericia y el ingenio para encontrar solución a los casos, incluso cuando la ley no ofrecía respuestas adecuadas para resolverlos.
La base del nuevo paradigma es la nueva fuente de legitimidad del juez que ha perdido esta batalla frente al legislador. Y no quiero decir que la legitimidad racional se sustituye por la democrática electoral. Hoy los jueces habrán de tener las dos.
Y ello obliga a un nuevo perfil que va más allá de la burda necesidad de volverse populares.
La base deberá seguir siendo racional y técnica, pero tendrá que ser complementada cultivando otro tipo de aptitudes que antes no eran exigidas y que tienen esencialmente que ver con la comunicación y la proximidad ciudadana.
Ahora se trata de que deje de hablar solamente a través de sus sentencias. El nuevo juez estará compelido, cada vez más, a defenderlas. Lo cual no debería representar un obstáculo insalvable.
Una sentencias no es más que un discurso, cuyo núcleo son razonamientos que van dirigidos a persuadir de la corrección y justicia de la decisión.
Ahora el juez deberá estar capacitado para socializar, explicando por qué decidió lo que decidió. Y deberá hacerlo además en un lenguaje que pueda entender cualquier persona.
Lo técnico deberá quedar reservado a partes específicas de la sentencia, pero los argumentos de cara a los ciudadanos y eventualmente ante los medios de comunicación deberán expresarse en un “lenguaje ciudadano”.
No se trata de comprometer la imparcialidad o la independencia, ni de privarle a la labor jurisdiccional de racionalidad y rigor argumentativo a la hora de resolver los problemas jurídicamente relevantes, sino de comunicar eficazmente lo que se decide.
Ahí estará la nueva legitimidad del juez que, como consecuencia de este proceso, deberá ampliar no solamente sus capacidades argumentativas orales, sino también el abanico de métodos y técnicas de interpretación jurídica, para hacer la justicia “más humana”.
La aplastante realidad orillará cada vez más a los jueces a la empatía, a la sensibilidad, a ponerse en los zapatos del otro; en una frase, a vivir el imperativo categórico kantiano, eso sí, sin perder objetividad a la hora de decidir.
¿Será esto posible?
El juez tendrá indefectiblemente que “contaminarse” y aprender a vivir con ello. Claramente no será la misma justicia la que dicte, y se trata de que sea una “mejor” justicia.
Cada vez más, el nuevo juez analizará contextos y aplicará perspectivas, pero ya no solamente desde los manuales.
El nuevo entendimiento deberá ser “como juez y parte” porque el juez no deberá olvidar ni un solo momento que también es ciudadano, que también es pueblo.
El problema es que por mucho tiempo nos creímos lo que escribió Calamandrei en “El elogio de los jueces”.
Pero los jueces no somos como dioses. Somos ciudadanos comunes y corrientes que elegimos el rol social de resolver de la mejor manera posible los conflictos de nuestro pares.
*Magistrado Presidente de la Sala Constitucional y Cuarta Sala Penal del Tribunal Superior de Justicia de Oaxaca