El temor a la errata es la única inmoralidad que puede
cometer un escritor que escriba con libertad y libertinaje
Ramón Gómez de la Serna
Hoy tengo el orgullo de ceder mi espacio para compartir con los editores que me hacen el honor de publicar Juego de ojos, fragmentos de un texto espléndido de mi querido amigo Pepe Prats. Él, como es de todos sabido, fue parido en los trópicos caribeños y nutrido en la bravía savia agavera de los llanos mexicanos, pero hoy habita alguna tundra sajona hasta donde le hago llegar mi abrazo agradecido. Vale.
Me encanta una [errata] aparecida en el siglo XIX, en El Nuevo Regañón. La afirmación debía decir: “Un oído delicado es imprescindible a todo buen poeta”. Y apareció: “Un odio delicado es imprescindible a todo buen poeta”. Cuando José Lezama Lima me la mostró en la antigua Sociedad Económica de Amigos del País, se limitó a comentar —asma risueña— que el ángel de la jiribilla y no la desidia de un tipógrafo, había colocado la frase en su sitio exacto.
Pero no todas las célebres erratas cubanas tienen una ligera carga de perfidia. Hay boleros de más ponzoña. Un testigo de ritmo sistáltico me contó que cuando Manuel Altolaguirre editó en su transterrada La Verónica un cuaderno de Emilio Ballagas, había un verso que decía: “siento un fuego atroz que me devora”. La picardía andaluza lo volteó a “siento un fuego atrás que me devora”. Y el escándalo, en la pudibunda sociedad habanera de la época, obligó al grave poeta —profundo lector de Luis Cernuda— a echar en la bahía los ejemplares que logró salvar de las librerías viperinas, embriagadas con la alusión.
Una de aparente equívoco implicó a una pianista cuyo nombre prefiero no aterrizar aquí. Apenas hubiese trascendido, pues sólo era una be por ge, pero obtuvo aquiescencias entre los hombres que lo apreciábamos: “Su buen busto armó un programa delicioso”. Y despertó curiosas solturas de la imaginación entre los que nunca habían tenido la oportunidad de conocer el programa, cuyas delicias al teclado parecían a veces mozartianas, a veces un tropical homenaje a Il piacere de Antonio Vivaldi. Años después descubrimos que el autor había sido un antiguo adicto, feroz musicólogo que mitigaba sus nostalgias en un dodecafónico busto sin gusto.
Recuerdo que en el Madrid de 1995, mientras realizaba una investigación en la Biblioteca Nacional, solía coincidir con un alicantino que las coleccionaba. Mientras degustábamos los tres platos en el comedor del sótano, ya en el postre, me lanzaba sus dardos a los ojos, con la vista en mi risa. Algunas aún las tengo. Poco después descubrí que la de Max Aub, en Crímenes ejemplares, estaba entre las más famosas: Errata. “Donde dice: / La maté porque era mía. / Debe decir: / La maté porque no era mía”. Menos literaria, pero tan sacrílega fue la de “La Putísima Concepción”, donde la pureza parece que pernoctaba fuera de casa. De esas rápidas está la de “Necesito mecanógrafa con ingles”, que olvidaba el inglés de Ezra Pound. “La Dama de las Camellas” y “La esposa que dirigía al marido miradas de apasionada ternera”, mantienen abierto el potrero…
Oí o leí que eran tantas las erratas que cometían en una imprenta nicaragüense, que un poeta incluyó en el machón la siguiente solicitud: “Erratas a juicio del lector”. Aunque el record parece en poder nada menos que de la Suma teológica, pues su fe de erratas ─en la edición del dominico F. García en 1578─ logró ocupar ciento once páginas, algo que nos deja anonadados, palabra que alude filológicamente a un ano ahogándose.
¿Alguna vez padeció Maqroll el Gaviero ─que el gran Álvaro Mutis hizo célebre─ que le anotaran un huracán caribeño en su libro de Pitágoras?¿Será absolutamente cierto que a una errata debemos el Fondo de Cultura Económica, pues debió llamarse Fondo de Cultura Ecuménica? ¿A cuál ensayista mexicano pertenece la del “joven crudito” por erudito? ¿No dice el antiguo diccionario Espasa ─como refiere Pío Baroja─ La feria de los desiertos cuando la obra se llama La feria de los discretos? ¿Quién sustituyó “la orgullosa tinta” que alababa a un político venezolano por “la orgullosa tonta”? ¿Cuál actriz de Almodóvar se levantó una mañana barcelonesa no con el ceño, sino con el coño fruncido?
De la saña erratibunda no se libra ni el mandarín, quizás como forma de lucha contra la desgana y la rutina, aunque en algunos académicos la cacería se vuelva pedante confesión de impotencia artística, síndrome de referencista hirsuto. Frente a ellos se sabe, por ejemplo, que Joyce jugó con erratas y homónimos, mitigó sus dolores de muela y sus clases de inglés a señoritas de Zürich con los equívocos que su condición de poligloto le propiciaba.
El italiano exhibe esta delicia en una edición de De los sepulcros de Ugo Foscolo. Los versos debían decir: Sol chi nos lascia ereditá d’afetti, / poca gioia ha nell’urna: Resultó que trasladaron la coma de lugar: Sol chi nos lascia ereditá, d’affetti / poca gioia ha nell’urna. Y el resultado afirma que solamente quien no deja herencia, de afectos tiene escasa satisfacción en la tumba. En francés se recoge que tras la muerte de un banquero el diario apuntaba que “Francia acababa de perder a un inútil”, es decir, escribieron homme de rien por homme de bien. En Londres es célebre este ligero cambio: God save the Queen por God shave the Queen, aunque nunca se aclaró si la reina gustaba de que Dios la afeitara con navaja o con Gillette.
Ninguna lengua está exenta de nuestras pertinaces amigas, ni de las bromas que propician. Voltaire cometió una con Juan Francisco Boyer, que había sido obispo de Mirepoix, y firmaba l’anc. Evèque de Mirepoix. El malévolo escritor cambió anc (ex) por ane, y así quedó como “el asno obispo”. Una tarde en un café de la Rue Rivolí me contaron que una nota sobre el estado de salud de Jerónimo Napoleón, rey de Westfalia, alteró mieux por vieux, y decía: “El estado del augusto enfermo ha mejorado durante la noche. A la hora de entrar el diario en máquina el viejo persiste”.
Mark Twain advertía del peligro en un libro de medicina, pues “podemos morir por culpa de una errata”. Pero ningún genuino humorista ─y el novelista de Missouri era uno de ellos─, puede odiar deslices verbales y yerros impresos. Alguien consciente de que lo fatal es tomarse demasiado en serio, hasta ríe cuando la encuentra en uno de sus escritos. No parece casual que hombres de temple trágico como Proudhon se ganaran el pan como correctores modélicos… Tampoco que las nuevas técnicas de impresión computarizada hayan estropeado la tradición que unía al autor con el editor y el corrector.
[…] Con nostalgia recordaba Eliseo Diego la imprenta de Ucar García y Compañía en La Habana Vieja de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Cada una de nuestras ciudades relevantes tenía un sitio similar, donde frecuentaban los más notables escritores y artistas, donde el olor de la tinta y el ruido de las linotipias acrecentaban las tertulias, mientras el autor agraciado con las pruebas de agua añadía el puntico a una jota o el prefijo a olvidado ante histórico; mientras pedía silencio y escudriñaba una construcción macarrónica o tenía el coraje de suprimir un párrafo endeble. Y aun así, al final, las erritas agridulces le regalaban un anacrónico período augustiniano por agustiniano, el fantasma de un sustantivo jamás escrito, un salto de línea digno de las olimpiadas de invierno o al tenaz y travieso Alejandro El Glande…
Entre las más famosas diatribas contra las chifladas que liban y pierden el rumbo, está la del esperpéntico madrileño Ramón Gómez de la Serna. Su artículo “Fe de erratas”, como se esperaba siempre de él, fue una hiperbólica resignación. Y mantiene “metáforas con humor”, greguerías. Dice: “La errata es un microbio de origen desconocido y de picadura irreparable. Quizás Dios no sólo dijo a la mujer: ‘Parirás con el dolor de tu vientre’, y al hombre que ganaría el pan con el sudor de su frente, sino que añadió, suponiendo al intelectual que no suda: ‘Y tú, hombre, sufrirás cuando seas intelectual, la mordedura atroz de las erratas’”. Sigue un párrafo de mansedumbre atemporal, poscibernético: “Así sucede que después de que hemos corregido segundas, terceras y cuartas ‘pruebas’; después que nos hemos cansado de poner ¡¡OJO!! ¡¡OJO!! Al margen de las correcciones difíciles; después de que hemos leído el primer pliego salido de la máquina y hasta la hemos mandado parar para que corrigieran las últimas erratas, sin embargo, a la postre, hay erratas aún. (…) he deducido que la errata es un microbio independiente a la higiene del escritor y del cajista. La errata que tiene vida y sagacidad propia se disimula detrás de una supuesta corrección y no saca sus tentáculos sino después de implantada la forma en la máquina, o si aún ahí se la persigue, espera a que vayan tirados los cien primeros ejemplares correctos para brotar después”.
Después sugiere que desaparezcan las fe de erratas, “con permiso de la Academia”, pues “demuestran un espíritu timorato y en medio de todo, sobrecogido de miedo a los otros”. Finaliza proclamando nuestra indefensión: “La errata es inextricable. Matamos la plaga, pero quedan las nuevas: la errata está adherida al fondo de las cajas…, y en vano el fuelle de las imprentas sopla los días de limpieza en los cajetines de la caja para aventar el polvo y las erratas. (…) La errata es inextirpable, quizás más que nada, porque representa la mala intención de que está llena la naturaleza y la envidia insana que la posee. El temor a la errata es la única inmoralidad que puede cometer un escritor que escriba con libertad y libertinaje”.
[…] Sin embargo, y con ellas termino, [las erratas] a veces favorecen al texto, como la de odio por oído referida a los poetas. Lo enriquecen, mejoran el original. Hay erratas que Alfonso Reyes consideraba dichosas porque innovaron sus versos. Uno que debería decir: “más adentro de tu frente” se transformó en “mar adentro de tu frente”. Y “De nívea leche y espumosa”, tras el pase mágico quedó: “De tibia leche y espumosa”. En el mismo artículo “Escritores e impresores” ─incluido en La experiencia literaria─, Reyes elogia otra que le regalaron. En lugar de “La historia, obligada a describir nuevos mundos”, el talentoso tipógrafo le colmó de honduras la frase al sustituir describir por descubrir.
¡Gracias, Pepe!
Molcajete…
No puedo dejar de mencionar, sea o no leyenda urbana, el caso de aquel tomo revisado fatigosamente por los más grandes correctores de la comarca y rematado con un orgulloso colofón que a los cuatro lectores proclamaba: “Este libro no contiene eratas”.
En el Olimpo literario, los dioses ríen.
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