Este fin de semana leí el libro titulado La insurgenta, escrito por Carlos Pascual, quien fue Premio bicentenario Grijalbo de novela histórica. Es un documento que vale la pena leerse.
La insurgenta es Leona Vicario, quien muere en agosto de 1842. Con el fallecimiento de esta madre de la patria, el autor hace una radiografía de la época.
Cuando doña Josefa le pidió a Ignacio Allende, que le llevara la mala noticia al párroco Miguel Hidalgo, del descubrimiento de la conspiración, el bravo militar que era Allende, comenzó a sacarle un poco y pensó en huir.
Después de recibir la noticia, Hidalgo, tomó la firme decisión como a eso de las 5 de la mañana. A esa hora salió al atrio de su iglesia y le pidió al campanero que hiciera doblar la campana, para ser más exacto, era un esquilón, es un tipo de campana que no repica a base de jalones, sino que tiene un enorme contrapeso de madera que permite darle la vuelta a la campana y así lograr que doble solemnemente.
Aquel 16 de septiembre de 1810 cayó en domingo, y la plaza de Dolores, estaba repleta de gente pues era día de mercado. Hidalgo no ordenó tocar la campana para convocar a sus feligreses como siempre se ha dicho, sino que lo hizo con la intención de que se congregaran en torno a él y, en segundo término, alertar a su parroquia.
El caso es que alrededor del señor cura que estaba de pie en la parte más alta de la escalinata del atrio, se le reunió un buen número de curiosos cuya mayoría tenía afecto y respeto por su párroco. Ya que los tuvo ahí reunidos, Don Miguel alzó la voz y le dio a la gente un primer e irrefutable argumento para lanzarse a una revolución de independencia: miraos los unos a los otros. Y en efecto, con eso bastaba para saber que estaban siendo maltratados, atropellados, denigrados y explotados. Con este argumento, la arenga fue subiendo de tono hasta que llegó al famoso grito. Todo esto lo hizo a grito pelón, pues en ese entonces no había micrófonos ni nada parecido.
Después de lo que este personaje dijo, y a través de muchos años, los gritadores de hoy, prácticamente no repiten nada de aquellas palabras. Algunos cambios y omisiones se entienden. Sería ridículo gritar, por ejemplo: ¡vamos a coger gachupines!, o ¡viva Fernando VII!
A mí en lo personal, me hubiera gustado que el gobernador de Oaxaca, Gabino Cué, hubiera gritado “¡muera el mal gobierno!”, y que le respondieran al unísono todos los integrantes de su gabinete, como si de un eco se tratara: “¡muera!”.
También me hubiera gustado que lo hiciera el presidente municipal de Huajuapan, Luis de Luis de Guadalupe Martínez Ramírez. Lo mismo el presidente de Mitla, Jaciel Garcia Ruiz. El presidente de Xoxocotlán, Héctor Santiago. El presidente municipal de Tlacolula, Pedro Ruiz González. Entre los más visibles. Lo chistoso del asunto, cuando todo mundo conoce lo de ellos, todavía se dicen “honorables” representantes del pueblo.
Pero lo entiendo, y la ciudadanía también lo entiende, que nunca gritaran “muera el mal gobierno” porque no se arriesgan a meterse un autogol de tamañas dimensiones.
Con el grito de antenoche, nos pudimos dar cuenta que ese formato porfiriano ya huele a naftalina, pero no por eso debe de olvidarse. Sabemos que nuestra verdadera independencia está lejos todavía, y por lo mismo, necesitamos seguir gritando y actuando, pues es la única ceremonia cívica que nos reúne a todos los mexicanos.
Debemos seguir gritando hasta recuperar ese renglón original que higiénicamente suprimieron todos los funcionarios: ¡Muera el mal gobierno! Pero claro, que ¡Viva México!
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