El gobierno federal utiliza a la Procuraduría General de la República (PGR) como un artículo de desecho. Lo hace, sacrificándolo, porque sabe que la estructura constitucional y orgánica actual de la actual PGR hace mucho tiempo terminó su vida útil, y porque asume que la entelequia que hoy subsiste en la procuración de justicia no aguantará más allá del final del presente año. El escándalo en el que está involucrado el Ministerio Público Federal por la investigación que desahoga en contra del candidato Presidencial del frente PAN-PRD-MC, Ricardo Anaya, no es sino el clavo que faltaba al ataúd de la PGR.
En efecto, hay un entendible clima de polarización por el caso PGR-Anaya. Por un lado, se encuentra el hecho incuestionable de que el gobierno federal, vía su órgano de procuración de justicia, ya logró meter al Candidato de la Coalición “Por México al Frente” en la dinámica de gastar su tiempo —porque ello no constituye una inversión— de proselitismo como Abanderado Presidencial en aclarar los supuestos manejos financieros relacionados con la compraventa de una nave industrial, por los que habría incurrido en el delito de lavado de dinero al triangular recursos para tratar de disimular su origen, y formalizar un negocio realizado a precios exorbitantes, que no corresponden a los valores de mercado de una transacción de ese tipo.
Anaya está defendiéndose, pero eso no quita el problema en el que se encuentra la PGR. Al mismo tiempo que Anaya se defiende, y sin que nadie meta las manos al fuego por él —ni siquiera los de su propio partido que, en su mayoría, ahora lo ven con más recelo que al principio de la precampaña—, diversos grupos de intelectuales y políticos han exigido al gobierno federal que detenga la utilización de la Procuraduría General de la República como un órgano ministerial de consigna que, ex profeso, tiene la misión de perseguir y encarcelar a un Candidato Presidencial que es competitivo en esta campaña proselitista, que es decisiva para el país.
Incluso, hay quienes han tratado de equiparar la persecución de la PGR en contra de Anaya, a lo que en 2005 ocurrió entre el mismo Ministerio Público Federal y Andrés Manuel López Obrador. Aunque pudieran parecer asuntos similares, en realidad existen diferencias sustanciales que, apenas se escudriña un poco en la contrastación de ambos asuntos, salen a la vista. Por ejemplo, a López Obrador intentaron procesarlo, y de hecho lo desaforaron, a partir del incumplimiento a una sentencia de amparo relacionada con el predio El Encino, en cuyo terreno, expropiado irregularmente por el Gobierno de la Ciudad de México antes del periodo de gobierno del tabasqueño, se había construido una vialidad importante por el rumbo de Santa Fe.
Luego, a López Obrador nunca se le comprobó que el incumplimiento de dicha sentencia hubiera ocurrido por una orden directa de él como servidor público. Quizá su grado de responsabilidad nacía a partir de la imposibilidad material de devolver a sus dueños, un predio expropiado irregularmente pero en el que ya existían las vialidades denominadas Vasco de Quiroga y Carlos Graef Fernández.
Aún así, en 2004 la PGR solicitó el desafuero de AMLO para procesarlo judicialmente. Esto ocurrió a inicios de 2005, cuando ya era evidente que había una consigna política del gobierno federal panista, en contra de quien llevaba la delantera en la carrera por la candidatura presidencial del PRD. Finalmente, con el escándalo encima, la PGR de Vicente Fox se desistió del ejercicio de la acción penal, y por ende el juez federal que conocía del juicio de desacato por el que se le intentaba procesar, dejó sin efectos dicho expediente.
¿Cuál es la diferencia de este asunto con el que ahora protagoniza Ricardo Anaya? Simple: que mientras a López Obrador siempre se le consideró como perseguido político, sobre Anaya sí pesa una sospecha fundada de que pudo haber incurrido en actos ilícitos. La PGR no ha logrado ser contundente en la acusación; pero Anaya diariamente pierde terreno en la arena política al gastar el tiempo en la articulación de una defensa que, hasta ahora, no ha convencido ni siquiera a sus partidarios.
LA PGR, EN EL LODO
Desde entonces, desde 2005 cuando ocurrió el asunto del desafuero a López Obrador, la PGR se ha mantenido sumergida en el lodo. Su actuación como órgano de consigna en la procuración de justicia, se ha repetido en casos como el de la ex lideresa del SNTE, Elba Esther Gordillo y otros muchos en los que finalmente no ha podido acreditar la comisión de los delitos que inicialmente le imputó a varios de los adversarios del régimen. Cada vez que la PGR fue usada para esos fines, se le sumergía más en un fango del que ya no podrá salir bajo ninguna circunstancia.
Frente a eso, un problema importante radica en que, hasta ahora, ninguno de los partidos representados en el Congreso federal —cámaras de Diputados y de Senadores— ha tenido la voluntad y la fuerza suficiente como para lograr la transición que se pactó de la PGR sometida al Ejecutivo federal, a una Fiscalía General de la República como órgano constitucionalmente autónomo, y por ende no comprometido en su actuación con los intereses de algún grupo en concreto.
De hecho, los partidos actualmente han contribuido a la consolidación de este ente abominable que ahora repudian. Primero, al desconocer el acuerdo que ellos mismos habían tomado, de que el Procurador en turno se convertiría en Fiscal General, una vez que ocurriera la emisión de la legislación necesaria para el funcionamiento del nuevo órgano de procuración de justicia; y luego, al reventar —literalmente— la gestión del procurador Raúl Cervantes Andrade, bajo la acusación de que con él se perpetuaría transexenalmente el grupo del presidente Enrique Peña Nieto, para brindarse protección y cuidarse las espaldas a partir de la inamovilidad del Fiscal, y los actos perseguibles judicialmente, en los que habrían incurrido varios integrantes del régimen federal saliente.
En el fondo, todos ayudaron a que la PGR terminara en esta situación. Teniendo como ingrediente de fondo la desconfianza mutua, y ofreciéndose recelo unos a otros, terminaron alimentando la generación de un vacío que vino a llenar el actual encargado de la PGR, Alberto Elías Beltrán, que llegó de rebote a una ocupar una titularidad de segunda en la Procuraduría, y que está obedeciendo todo lo que ocurre.
INVERSIÓN INICIÁTICA
Al final, eso es tan trágico como la situación de Anaya. Y por eso mismo, lo primero que tendrá que ocurrir, como una especie de iniciación para el nuevo Presidente —sea quien sea—, será invertir su capital político de arranque de sexenio en la consolidación de la nueva Fiscalía General, y empujar el nombramiento en el Senado de un Fiscal que, por la sola presión social vista hasta ahora, tendrá que garantizar en serio su autonomía y su desempeño, alejado de los intereses partidistas y, sobre todo, del régimen.
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