Puede considerarse como una nueva tragedia democrática, que mientras las dirigencias nacionales del Partido Acción Nacional, el de la Revolución Democrática y Movimiento Ciudadano dan pasos hacia la formación de un nuevo frente opositor rumbo a los comicios de 2018, ni ellos ni nadie hablen sobre la necesidad de establecer acuerdos y programas concretos a favor de la democracia y los no pocos problemas nacionales. Pareciera que, asomándose la sucesión presidencial —y la enorme elección que traerá aparejada 2018— de nuevo la política se olvidó de su razón de ser, y está centrando todo en ganar las elecciones.
En efecto, hoy el escenario electoral se divide en tres: por un lado se encuentra el PRI, que bajo la posible candidatura de José Antonio Meade pretende establecer un rostro de ciudadanía que en realidad esconde el intento de preservación de lo que aquí también pudiéramos ubicar como el “establishment”; en el segundo gran frente se encuentra Andrés Manuel López Obrador, que bajo las siglas de Morena asume que va solo por la Presidencia de la República, porque sigue planteando un escenario en el que él es la voz dictante de todas las directrices del partido que, hasta ahora, es también sólo de él. Y en una posible tercera vía van juntos el PAN, el PRD y Movimiento Ciudadano que ya registraron su intención de competir juntos en la elección de 2018.
El problema es que, hasta ahora, el único común denominador sigue siendo el ayuno de ideas. Quién sabe, en el primero de los polos, qué pueda ofrecer de diferente un candidato ciudadano —Meade, o eventualmente Aurelio Nuño— que en realidad no representa a la ortodoxia priista, sino concretamente al triunfo y la consolidación de la tecnocracia en el poder público en México.
Esto significa, en términos llanos, el encumbramiento de una segunda fase de la tecnocracia, ahora ya no guarecida bajo el paraguas de un partido político, sino ahora claramente utilizándolo como un instrumento de acceso al poder. Sería, de hecho, algo así como un segundo capítulo de la apariencia que fue el gobierno de Ernesto Zedillo respecto al PRI, pero ya sin la chabacanería de que el Presidente era también “el primer priista del país” que en realidad no era, ni quería, ni le interesaba ser.
En este caso, Meade sería algo así como el guardián del establishment pero desde el rostro ciudadano. Es decir, sería el Presidente, pero sobre todo el cuidador de que el modelo económico, social y político construido y establecido por los últimos seis Presidentes —con todo y sus monumentales deficiencias y vicios, como la corrupción— continuara libremente para no alterar el orden establecido, los mercados, la política económica y los compromisos internacionales con la apertura de diversos sectores que antes se encontraban excluidos de la especulación comercial.
En el caso de López Obrador, se asegura que éste no termina de convencer —y así lo han reconocido los analistas financieros de la banca norteamericana— con quienes se entrevistó en su reciente visita a los Estados Unidos porque no establece planteamientos convincentes. Más bien, pareciera que ha sido como es toda su forma de conducirse: con argumentos dulces, pero con movimientos amargos. Es decir, ofreciendo disciplina financiera y recursos abundantes para diversos rubros, pero anticipando que habrá cero impuestos; ofreciendo democracia e inclusión, pero ejerciendo un poder absoluto como dirigente partidista y líder político; u ofreciendo diálogo pero cerrándole la puerta a cualquier interlocución posible con cualquier otro que no sea afín a él por ser parte de “la mafia en el poder”.
Fuera de eso, López Obrador tampoco ha sido claro en sus esbozos y mucho menos en la posibilidad de gobernar en consenso. No está en su naturaleza y queda claro que de llegar a la presidencia gobernaría igual que como ha sido: un lobo solitario exigiendo incondicionalidad… a pesar de que el país reclama consensos que definitivamente no podrían pasar por la derrota aplastante de unos, a menos de otros, carentes de cualquier capacidad de transigir.
TERCERA VÍA… CANCELADA
El problema, en todo esto, es que tampoco hay un esbozo claro de qué quieren los partidos que se están uniendo en un frente. El lugar común dice que juntar a la derecha y a la izquierda es como tratar de unir al agua y el aceite. Sin embargo, además de que esa es una lección ya vieja para el país —en términos electorales—, lo verdaderamente importante tendría que ser no si se juntan en una coalición, alianza o frente, sino para qué lo hacen. Eso es lo que sigue sin discutirse, y ahí es donde tendría que estar el valor agregado de una coalición actual, luego de tantas uniones fallidas en el pasado reciente.
¿De qué hablamos? De que el frente panista-perredista sigue empeñado en los lugares comunes. Dicen que van, por ejemplo, en contra del gasolinazo, de la corrupción y la impunidad, la eliminación del fuero, y otros temas que en realidad no dejan de ser temas más bien coyunturales. En todo eso, no quitan el dedo del renglón en el hecho de establecer la anteposición de que para lograr todo su aparente paquete reformador, primero deben ganar las elecciones, y que para hacerlo deben juntarse.
Esa práctica poco clara, en realidad encierra lo que todos sabemos: de nuevo se están juntando para tratar de ser electoralmente competitivos, y después repartirse el poder en parcelas como tanto ha ocurrido en los últimos 17 años en México, tanto en las alianzas electorales regionales, por estado y en todos donde han ido juntos a los comicios. Si eso ha ocurrido antes, ¿qué nos haría suponer que ahora va a ser distinto?
Otro problema, que es concomitante al anterior, es que en realidad no están apostando de fondo a la posibilidad de un gobierno de coalición. Lo utilizan hoy en día como una justificación de sus argumentos electorales, pero sin demostrarlo a partir de la conformación de una agenda de coyuntura temporal, que desde ahora demostrara que sí pueden caminar juntos por lo menos en algunos temas. Sin embargo, a pesar de sus argumentos, lo cierto es que hoy los intereses del PAN y el PRD siguen corriendo en carriles separados —y muy frecuentemente, distantes— sin considerar que si de hacer una especie de gobierno de coalición se trata, bien podrían comenzar desde ahora y no esperar hasta ver si ganan la elección del año próximo.
En el fondo, de nuevo la apuesta parece por lo electorero y por la demagogia. No se dan cuenta que con eso sólo contribuyen a deteriorar aún más, algunas figuras constitucionales —como la de los gobiernos de coalición— que ni siquiera se han puesto en práctica, pero de las que están haciendo ya que los electores desconfiemos.