Si una palabra define al país que somos y hemos sido en toda nuestra historia, es la palabra desigualdad. En el segundo decenio del siglo XXI somos una sociedad polarizada como en los peores momentos del pasado entre ricos muy ricos, pobres muy pobres y clases medias amplias pero precarias que lindan con la pobreza.
En este trasfondo se desacelera nuestra economía, fuertemente dependiente, en un entorno global recesivo; se exacerba la violencia criminal y social –en la familia, la escuela, la calle– y avanzan a tumbos las reformas que el gobierno considera claves para romper el círculo vicioso de la inequidad: la educativa, la energética y la hacendaria.
¿Qué se puede hacer para detener primero y revertir después esta tragedia que, seamos o no conscientes de ella se cuela hasta nuestros hogares, hasta nuestra intimidad; frustra el porvenir de nuestros hijos y nietos –sí, de ellos, en concreto–; llena de incertidumbre y miedo a nuestros viejos y hace más pesada la carga de quienes sostienen las familias, nuestras familias?
México no puede influir de manera apreciable en los ejes de la crisis global que parece sistémica, es decir, que no admite parches. Lo que sí puede hacer el gobierno es encender un motor propio de desarrollo a través del fortalecimiento significativo del mercado interno, que alentaría la demanda, la producción y el empleo y ampliaría el margen de autonomía relativa en un mundo interdependiente.
Claro que esto no depende de una, sino de muchas decisiones y acciones tanto en el ámbito económico como en el social y el político, e incluso el cultural, y no es un asunto sólo de gobierno, sino de muchos actores más.
Fortalecer el mercado interno significa que la gente reciba más dinero por su trabajo y los que no tienen empleo lo consigan, y que todos nos capacitemos o actualicemos profesionalmente, porque en esta época de la humanidad no existen conocimientos o habilidades duraderos.
Tan solo para impulsar los empleos productivos y bien pagados y la calidad del trabajo, es preciso actuar en casi todos los frentes. Pero es indispensable hacerlo.
Si la gente, toda la gente, tiene para comprar lo necesario y cuenta con un mínimo de certidumbres, se mitigará el sufrimiento de la mayoría y se reactivará la producción porque hay más ventas y más utilidades. Allí y así empezaría el círculo virtuoso para salir del hoyo negro en el que hemos caído.
¿Cómo lograrlo?
En esto hay posiciones encontradas; algunas obedecen a intereses particulares, otras a prejuicios ideológicos, unas más a la dupla arrogancia-ignorancia y pocas son conscientes y serias. Aquellos quieren echar al Estado de la economía y éstos pretenden un intervencionismo casi universal.
Uno de los sacerdotes de los primeros, Guillermo Ortiz, dijo hace unos días que él creyó que con estabilizar las finanzas públicas se lograría el crecimiento y éste generaría mejor distribución, y hoy se da cuenta de que estaba equivocado. Pero mientras el señor Ortiz vivía cómodamente en su error, tanto él como otros de sus colegas desmantelaron la banca de desarrollo y el sector público, extranjerizaron los bancos (toda la economía, hasta la informal, pasa por los bancos y paga su cuota): éstos son crímenes sin castigo.
Lo que hay que hacer es muy fácil decirlo y muy difícil hacerlo, pero para esto es la política. El segundo día de su gestión, el actual gobierno (siga leyendo, no voy a aplaudir a Peña Nieto) dio a conocer un acuerdo básico con los tres grandes partidos, el famoso Pacto por México. Nos tomó tan de sorpresa, que muchos críticos tuvieron que reconocer el afán conciliador del presidente.
No duró mucho. Hoy se ataca al pacto desde la izquierda como si fuera una lista de recetas derechistas para engañar más al pueblo y malbaratar todos los recursos de la nación. Desde la derecha se le ataca para sobrevivir al intenso “fuego amigo” que dejaron la derrota de 2012 y los daños medidos en vidas humanas que ocasionó la necesidad de legitimación de Calderón.
El haber surgido del acuerdo en el clima de desconfianza que ya nos es habitual, no hace indiscutible al pacto. No sólo eso; el pacto está hecho para la discusión, pues el gobierno y las cúpulas de los partidos no son legisladores.
Pero el debate se ha salido del Congreso –la institución que hace, reforma y deroga leyes– y llevado a la calle, porque allí es más vistosa la oposición. Se reprocha el sentido de los acuerdos del Poder Legislativo y las intenciones que se atribuyen al Ejecutivo, pero no se discute si son o no necesarias las reformas que propone el pacto.
Es más, no se discute nada en la calle. Se presiona, claro, y se toma como rehén a la capital de la república, digan lo que digan sus habitantes; digan lo que digan los padres de familia que han empezado a levantar la voz en Oaxaca; digan lo que digan los niños que, al ser privados de la escuela, no pueden recibir sus desayunos escolares, que en muchos, muchísimos casos, son el único alimento nutritivo que comen (estos son hechos, no elogios ni calumnias).
Discutámoslo todo, como lo está haciendo Cuauhtémoc Cárdenas y cambiemos en el sentido que decida el Poder Legislativo, que es representante legítimo de la nación y el pacto federal. En este momento de México, la civilidad es requisito de supervivencia.