El resentimiento contra la población urbana y contra toda clase de autoridad, y el ánimo hostil que caracterizan a los ocupantes sucesivos del Zócalo y de la plaza del monumento a la Revolución pueden entenderse, desde cierto punto de vista, como los restos en descomposición de las estructuras corporativistas que constituyeron los gobiernos en la primera mitad del siglo XX para el control de los trabajadores y otros grupos gremiales. Claro que en ese problema social confluyen factores culturales, económicos, educativos, pero este comentario se centrará en los políticos.
La revolución no surgió con una identidad ideológica y menos en la etapa pos maderista. Fue hecha más bien por grupos armados, con diferentes demandas y problemas locales, a menudo contradictorios. Plutarco Elías Calles, el hombre que decretó terminada la era de los caudillos y la llegada de las instituciones, tenía ciertos tintes socialistas y él mismo y otros dirigentes veían con simpatía hacia Alemania, así como Gómez Morín admiraba la dictadura de Primo de Rivera en España.
La mixtura ideológica se advierte en el hecho de que fue José Vasconcelos –primer secretario de Educación Pública y hombre que con el paso de los años fue acentuando su conservadurismo cristiano– quien llevaría los vientos populares y nacionalistas a la cultura y la educación, con una política tan cercana al pueblo como la de Cárdenas en el agrarismo y el cumplimiento de las promesas de la revolución. Calaron hondo las ideas culturales de Vasconcelos, a cuyo impulso nació el muralismo de la Revolución, así como dos importantes proyectos educativos complementarios: la escuela rural y las misiones culturales, impulsadas por educadores de la talla de Narciso Bassols, Moisés Sáenz y Rafael Ramírez.
México no tenía maestros preparados para la gran obra educativa de Vasconcelos. Las misiones culturales eran pequeñísimas normales ambulantes que daban a los maestros improvisados rudimentos de pedagogía y otros conocimientos y que, impulsados por el juvenil fervor revolucionario, se involucraron con los hombres y mujeres de los lugares más apartados del país, para ayudarlos a aprovechar los recursos naturales del entorno inmediato, alfabetizarlos, enseñarles las operaciones aritméticas básicas, propiciar su organización para la producción y explicarles los derechos que habían conquistado con la revolución.
Estos muchachos pagaron con persecución, mutilaciones y hasta con la vida, la audacia de seguir literalmente el mandato del artículo tercero constitucional. Las agresiones contra los maestros rurales y misioneros fueron más feroces en las zonas de mayor influencia religiosa, como el Bajío. Pero su labor no sólo fue reprobada por la jerarquía católica, sino que resultó peligrosa a los ojos de algunas corrientes gubernamentales que optaron por desmovilizarlos y, como remedio de largo plazo, sustituir o corromper a sus líderes, lo que fue posible gracias a que los propios gobiernos tutelaban a los sindicatos, entre ellos al poderoso Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación.
Los dirigentes adquirieron poder para premiar y reprimir a sus agremiados. Los premios fueron desde “comisiones” que les permitían cobrar y ascender sin trabajar en el salón de clases sino como apéndices de los líderes; créditos hipotecarios y a corto plazo en la Dirección de Pensiones, más tarde ISSSTE, y “legalización” de la compra-venta de plazas “en propiedad”. Los cuadros medios y altos podían optar por cargos en las pirámides sindicales locales y en la nacional.
De allí salieron Elba Esther y todos sus antecesores. Varios de ellos se marearon con el poder y se insubordinaron al presidente o al candidato del PRI a ese cargo, y fueron fulminados. La “maestra” resultó no sólo amiga tan íntima como desleal a Jonguitud, sino eficaz operadora política. Designada por el presidente Salinas a propuesta de Manuel Camacho, supo negociar y corromper a la CNTE y fijar linderos de poder de movilización. La furia de los maestros disidentes mostraba el riesgo para los gobiernos de no “atender” a Elba Esther.
Antes de la CNTE hubo insurrecciones magisteriales genuinas; la más notable fue la encabezada por el maestro Othón Salazar, que luchó por la autonomía sindical de la sección IX del SNTE (D.F.). Pero como otros fenómenos de la izquierda mexicana, muchos líderes de oposición se corrompieron a imagen y semejanza del sindicalismo oficial. El gran acierto de Elba Esther –en este mar de corrupción que le tocaba administrar– fue facilitar a esos líderes el doble juego de los grandes privilegios y la lucha por la emancipación sindical, dentro de ciertos límites.
Esta fórmula, que la propia “maestra” aplicó en el SNTE desde finales del siglo XX pero con especial fuerza en los gobiernos panistas, extendió la corrupción más allá de los liderazgos y convirtió a miles de maestros de grupo en activistas políticos preparados para atacar a cualquier institución o gobierno, según la voluntad de ella en el SNTE y de los dirigentes en la CNTE.
¿Todos los maestros son corruptos?
No. Hay una gran masa de maestros con vocación de servicio o al menos con responsabilidad laboral, en los cuales están las esperanzas de la capacitación y la evaluación masivas. El problema está en que el Estado encapsule –si puede– a los rijosos y permita que la reforma educativa se desarrolle, paso indispensable para el cambio social del siglo XXI.