Los gobernantes, líderes y políticos están poniéndose a prueba con la pandemia COVID-19 y sus efectos devastadores. El riesgo mayor radica en que los tomadores de decisiones no puedan administrar las instituciones democráticas y encaren el reclamo social en función de tres puntos clave: la respuesta a expectativas incumplibles, la tasa de infectados-fallecidos y la reconstrucción del país después de la extinción del virus.
En México padecimos en 1985 una situación similar: los terremotos del 19 de septiembre. El gobierno administrativista del presidente Miguel de la Madrid tardó en reaccionar, operó como una burocracia paquidérmica y grupos sociales salieron a rescatar a los muertos y heridos. Sin embargo, la segunda parte de la respuesta fue política y, mejor aún, estratégica: el encargado de la reconstrucción como acto político, de poder y de liderazgo fue Manuel Camacho Solís, un politólogo de El Colegio de México experto en el sistema político mexicano.
Camacho centró su tarea en la reconstrucción del liderazgo presidencial en México a través de un programa muy ambicioso de reconstrucción que condujo, en México capital, a la articulación de bases sociales dependientes del Estado. El presidente De la Madrid buscó con urgencia esa reconfiguración del poder del Estado por las elecciones presidenciales de 1988. Y si el resultado fue desastroso porque el candidato del PRI apenas acumuló 50.3% de los votos, contra un promedio de 80% en treinta años anteriores, también hubo de echar mano a las trampas del gobierno que manejaba las elecciones. En realidad, el problema no fue el terremoto de 1985, sino la fractura en el PRI con la salida de Cuauhtémoc Cárdenas el hijo del presidente Lázaro Cárdenas, el más venerado hasta la fecha.
El presidente López Obrador llegó con el 53% de los votos, contra un promedio de 40% en cinco elecciones presidenciales anteriores, por un liderazgo social y popular construido desde la oposición populista. Sin embargo, antes de la crisis del COVID-19, su aprobación había bajado de 70% al tomar el cargo a 60%. Su conducción de la crisis llevó su popularidad a 47%. El error estratégico principal pudiera estar en el enfoque del problema: una ofensiva de centro-derecha en su contra, cuando en realidad se ha tratado de la urgencia de ejercer un liderazgo social, de la victimización como diana de una ofensiva conservadora y la falta de una estructura de partido-Estado para construir un nuevo bloque de poder.
Mientras en España el presidente del gobierno aparece al frente del gobierno y del Estado –aún con sus errores y omisiones–, en México el presidente López Obrador se deslindó de la crisis del coronavirus casi dos meses, desdeñó la urgencia de construir una estrategia de resistencia y de decisiones adelantadas y cedió la conducción de la imagen en el subsecretario de Salud. El decreto de confinamiento obligatorio no lo presentó el presidente, sino sus colaboradores. Por el efecto recesivo de la decisión, ocurrió lo de 1985: el presidente de la república quiso aislarse del efecto negativo.
A mediados de los sesenta, el importante politólogo Gabriel Almond –el diseñador del modelo de política comparada– hizo una encuesta en cinco países sobre cultura cívica. La parte mexicana llevó a dos conclusiones: los mexicanos sólo creían en dos instituciones, el presidente de la república y la Revolución Mexicana; en 1992 el presidente Salinas acudió al PRI para anunciar el fin histórico de la Revolución Mexicana como historia, ideología y discurso, y sólo quedó el presidente. De 1982 a 2018, los presidentes se alejaron de la gente.
Los mexicanos están acostumbrados a idolatrar al presidente, sin importar abusos, corruptelas o distanciamientos sociales. Como los dioses indígenas, el presidente es el “gran dador de vida”. López Obrador lo entendió así en su vida como disidente –1988 a 2018– y se dedicó a construir una imagen personal para los pobres, además de privilegiar un discurso antineoliberal, caracterizando al neoliberalismo como el demonio antipopular. En las elecciones del 2018 el candidato del PRI fue un tecnócrata neoliberal, en tanto que López Obrador basó su campaña mezclándose con la gente.
La caída en la aprobación presidencial puede ser un modelo de crisis en la relación gobernante-sociedad. La gente quisiera verlo al frente de la lucha contra la pandemia, aún con decisiones equivocadas. Al cerrar la actividad económica anunció pequeños programas para una parte reducida de afectados, pero abandonando a los pequeños y medianos industriales y a ese segmento productivo mexicano producto de la crisis: los trabajadores ambulantes, sin patrones, con puestos en las calles, sumando el 57% de la mano de obra productiva, una especie de nanoempresarios porque dependen de la venta directa de comida o productos. Hasta ahora se van a proteger sólo a ancianos, jóvenes y mujeres solas, pero afectando a los que viven de venta de productos en las calles que no podrán salir cuando menos un mes.
La crisis del COVID-19, por la incapacidad de los Estados y de los gobiernos, va a dañar los liderazgos de los gobernantes y distorsionará los fundamentos de la democracia. Los líderes deben saber comandar, imponerse sobre las adversidades y sobre todo inspirar. La crisis del virus ya desbordó a los gobernantes de todo el mundo, sobre todo porque ninguno ha sabido liderar a la sociedad y todos se la han pasado justificando sus propios errores. El gobierno mexicano apenas el lunes 30 dictaminó medidas de cierre económico, cuando el contagio ya era nacional.
Lo malo es que los gobernantes tienden al autoritarismo cuando pierden la batalla democrática. Y el COVID-19 puede infectar al mundo del virus del despotismo.