Hace ya dos años, el 12 de agosto de 2016, Andrés Manuel López Obrador anticipó que, de ganar las elecciones, no perseguiría a “la minoría rapaz”, que no habría represalias si ganaba en 2018, muy “a pesar del daño que le han hecho al país”. Luego, no hay engaño.
Con algunas variaciones en la forma de reiterar esa promesa de no persecución, de no represalia, López Obrador ha sido persistente desde la fecha citada. Por ejemplo, el pasado 3 de mayo, en el programa “Tercer Grado” de Televisa, lo repitió asegurando que la erradicación de la corrupción iniciaría a partir del 1 de julio, pero que dejaría correr y concluir los procesos que estuvieran en curso.
Esas y otras declaraciones parecían establecer una diferencia, si bien de manera muy tenue, muy de su estilo en temas que se tornan polémicos por la ambigüedad con que verbaliza una posición personal, y esta se confunde con su posición política y la situación jurídica. Un ejemplo es su constante referencia a citas bíblicas y conceptos cristianos.
Para el caso, cuando ha dicho que no perseguirá y no tomará represalias, parecía situarse en una definición de carácter ético político, personalísima, alusiva a las costumbres del presidencialismo mexicano que históricamente, al llegar al poder, especialmente en los gobiernos priistas, solía ejecutarse en un golpe espectacular, el encarcelamiento y la desgracia de un poderoso.
La costumbre ha tenido un triple propósito: atemperar la indignación ciudadana, cobrar una factura política y, por encima de todo, mostrar la fuerza y determinación del nuevo presidente frente a los grupos de poder que le son antagónicos. Esto es autoafirmación, puro efectismo y manipulación para perpetuar el control hegemónico.
En los sexenios recientes, destacan los encarcelamientos del jefe policiaco Arturo El Negro Durazo, al iniciar Miguel de la Madrid; el de Joaquín Hernández Galicia La Quina, al iniciar el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, cuyo hermano Raúl, fue preso al iniciar Ernesto Zedillo. Vicente Fox lo intentó, de manera infructuosa con Rogelio Montemayor, en tanto, Felipe Calderón, enclenque como llegó, optó por militarizar el país. Peña Nieto reeditó la costumbre, con Elba Esther Gordillo.
Una promesa de cambio implicaría desterrar la costumbre, estrictamente política, de dar el manotazo y establecer las condiciones de erradicación de la corrupción como ha prometido López Obrador.
Sin embargo, las declaraciones del presidente electo ahora parecen encaminarse más que a una transformación a respetar un pacto de impunidad por el que está dispuesto a cumplir –su bono electoral se lo permite como casi cualquier cosa, por cierto— la oferta de no perseguir a nadie por el pasado inmediato.
Para eso, es capaz de descalificar a quienes con investigación y esfuerzo colocan los asuntos en la agenda, informando casos como el de Rosario Robles, y prácticamente regañando al periodismo por no haber ido más allá, como si él supiera más, lo que inevitablemente plantea la duda sobre su propia omisión. El conjunto declarativo es el verdadero circo.
Una vez más surge el problema de la ambigüedad, pues por sus convicciones personales y su posición política, deja un asunto de primera importancia, como lo es la aplicación de la justicia a quienes incurrieron en actos de corrupción, en pura anécdota y promesa para el futuro, bajando una línea –en un sistema presidencialista con particularidades vernáculas que él reivindica– para la impunidad.
Fuente: proceso.com