Los políticos mexicanos no suelen los medios para debatir ideas sino para transmitir mensajes. Esto se debe a que no conciben a los ciudadanos como seres pensantes y capaces de formarse una opinión de los asuntos que a todos interesan, sino que los ven como masas a las que se puede mover por emociones primarias, como la veneración a un símbolo o el odio a otro; como escalones para alcanzar el poder.
Los mensajes de los políticos suelen ser simples, como los de los publicistas y, como en la mercadotecnia, repetitivos. Andrés Manuel López Obrador es, a mi juicio, un comunicador eficaz y uno de los políticos más astutos –y mañosos– de nuestro tiempo. Su lenguaje aparentemente incongruente y disparatado es sino un recurso para fortificar su imagen –otro concepto publicitario– de personaje común, desconfiado de los políticos.
Si usted escuchó la entrevista que le hizo Carmen Aristegui en días pasados, habrá visto que incluso a los periodistas que le son más cercanos se abstiene de contestarles, porque él va a lo suyo: a mover emociones y no a propiciar reflexiones.
En esa entrevista la emprendió contra la reforma energética y, de paso, contra la hacendaria. La primera la redujo al petróleo y la segunda al tema fiscal, sin que Aristegui pudiera –o quisiera– colocarlo en tema.
Es difícil encontrar coherencia e ilación en su discurso, no porque AMLO no tenga una posición clara sobre esos asuntos, sino porque no tenía interés en discutir, sino en descalificar de nueva cuenta al gobierno y al PRI, que “son unos corruptos, son unos ladrones”,a Salinas, naturalmente, a Televisa y a “¿Cómo se llama el Instituto de la Transparencia?”… cuyos consejeros reciben “400, 500 mil pesos mensuales”.
Apoyado en cifras que sólo él tiene, aseguró que el costo de la explotación del petróleo no es de 20 sino de 10 dólares por barril, que la importación de gasolina es un negocio privado, que con la reforma energética no vendrán capitales ni habrá más inversión, sino, por el contrario “en el caso de que se permita este atraco dejaríamos de obtener 70, 75 mil millones de dólares en utilidad y se compartiría calculo, de 30 a 40 mil millones de dólares a empresas que van a recibir los contratos”.
El mesianismo arrogante de Andrés Manuel López Obrador le ha hecho mucho daño a la izquierda y al país. Su poco aprecio por la inteligencia de los demás, incluso y la de sus adeptos, lo hacen abusar de los símbolos del mal (Salinas, el presidente, el PRI, Televisa) y le impiden proponer un proyecto viable de país, como el que por cierto tiene, y muy claro, la derecha panista.
Al optar por la confrontación en vez de participar en la negociación de fuerzas políticas que conocemos como Pacto por México, López Obrador condena a una parte de la izquierda a un limbo político, del que no se sale más que por medio de la extinción o de las armas.
México necesita una izquierda fuerte, unida en los puntos esenciales de un proyecto que, en el mundo unipolar y globalizado, no puede llegar más lejos que la socialdemocracia. La necesita cuando menos como muro de contención del conservadurismo de sacristía, que se derrotó a sí mismo al llevar al poder a un hombre insulso, vulgar e ignorante, primero, y a un irresponsable e irascible, después.
México necesita una izquierda propositiva como la que hoy encarna el ingeniero Cárdenas, para ampliar el marco de opciones políticas de los ciudadanos y participar en la fijación del rumbo político, económico, social y cultural del país en el siglo XXI.
Cárdenas, que es quizá el perredista que más ha estudiado el tema de los energéticos, hizo una propuesta seria sobre la reforma energética. Difiere del gobierno principalmente en su oposición a cualquier reforma al artículo 27 constitucional, pero las modificaciones a 13 leyes que propone en cambio, permiten discutir y recogen temas fundamentales sobre la energía y, en particular, sobre hidrocarburos.
Reconoce, con su partido, que Pemex modernizarse para cobrar eficiencia, y aborda temas decisivos, como la autonomía presupuestal del organismo, su integración, el cambio de su régimen fiscal, el desarrollo tecnológico, la generación de valor agregado, la menor emisión de contaminantes, entre muchos más.
No sé cuáles puntos de la iniciativa del PRD son viables, pero parece claro que la dirigencia de ese partido ha recurrido a sus mejores hombres y, sin apartarse un ápice de sus planteos tradicionales sobre el tema, se muestra dispuesta a negociar. Esto es fundamental porque si un partido de izquierda se resiste a todo diálogo con los demás y con el gobierno, sus posibles destinos no son sino un soliloquio de frustración o larevolución.
En su obra póstuma (Algo va mal, Editorial Taurus), Tony Judt sostiene que “para que se le vuelva a tomar en serio, la izquierda debe hallar su propia voz […porque] ya no basta con identificar las deficiencias del ´sistema´ y lavarse las manos como Pilatos: indiferente a las consecuencias. La irresponsable pose retórica de las décadas pasadas no ayudó en nada a la izquierda”.