Pasó el 14 de febrero. Se fue de largo. Como cada año desde hace no sé cuánto, se cumplieron las fórmulas casi mágicas de la radio, la TV y ahora de las redes sociales. Algunos incluso buscaron, con urgencia, un pretexto para amar: él o ella; esto o aquello.
SI el 14 de febrero fuera solo el día del amor, no movería a tanta sospecha, con todo y lo complicado que resulta definir el amor y aplicar la definición a casos concretos. Pero para no dejar fuera de la celebración a nadie, es también el día de la amistad. La intromisión de la palabra amistad en la celebración, confunde más a los incautos y potencia el riesgo de la malinformación.
Regalamos, nos regalaron. Acompañamos, nos acompañaron. Cantamos, nos cantaron. Tomamos de las manos, nos tomaron de las manos. Besos, abrazos, paseos… hasta el congestionamiento de todos los moteles tuvo su significado. Celebramos lo que cada quien entiende por amor o por amistad y pagamos una especie de penitencia que nos da derecho a seguir siendo humanos el resto del año. Cumplimos con el ritual de la carta, la rosa, la canción, la visita o el paseo. Somos seres humanos completos. Podemos morir en paz cualquier día del resto de los 364 días.
El gran problema es que seguimos siendo profundamente egoístas y hedonistas. Honramos públicamente al amor privado y lo honramos buscando placer en el consumo. Y no es que esté mal, el asunto es que en ello se agota la significación de la fecha.
Los clásicos advertían ya tres significaciones del amor: como eros, ligado a la sexualidad; como filia, basado en la correspondencia; y como agápe, traducido en solidaridad. Este último es el amor propiamente dicho que muy poco o nada tiene que ver con lo que ayer festejamos.
¿Qué hay entonces del ágape? ¿Qué hay del amor que no es hacia la pareja, hacia la madre, hacia los hijos, hacia los amigos, hacia la mascota propia? ¿Qué hay del amor al “otro”, al de enfrente, al de al lado, al que está a cientos de kilómetros, al que quizás nunca lleguemos a conocer pero existe? En el fondo de esta interrogante subyace el origen de nuestras desgracias públicas, la explicación al actuar de muchos seres humanos públicos como políticos y de muchos ciudadanos.
Hace no mucho escribí respecto del desprecio (La X en la Frente. Febrero 1. http://moisesmolina.org/?p=219 ). Hay desprecio en política, porque no hay amor y sí algo muy parecido a su contrario: el odio.
¿Le ha pasado –amable lector- que no habla con sus vecinos y hasta les envidia o le envidian a usted un poco? ¿Ha padecido usted o ha hecho padecer a alguien las intrigas en su centro de trabajo, las malinformaciones con los jefes o los chismes? ¿Le ha pasado que termina por darse cuenta que quienes más se dicen sus amigos son quienes más le quieren perjudicar o que usted se ha buscado una razón a la medida para abrazar a su amigo con un cuchillo en la mano? ¿Le ha pasado que usted quiere incursionar en política y jura jamás volverlo a hacer por las “naturales” resistencias a que alguien más participe de ese complicado juego; o que ha tenido usted que empezar a grillar para “combatir el mal” con más mal? ¿Le ha sucedido que cuando usted merece un ascenso en su trabajo, promueven a alguien más con menos mérito y usted se encoleriza y le desea el mal?
Todo es parte de una enfermedad menospreciada y más extendida de lo que usted imagina. Es una enfermedad que tiene que ver con las emociones, con la mente, con el espíritu.
Leía un artículo de Enrique Dussel de 2012 y llamaba la atención sobre la mala y falsa traducción de la regla de oro “ama a tu prójimo como a ti mismo”. “Ama al otro porque es el ti mismo” es la correcta traducción del hebreo, explica.
Podríamos empezar a divagar en torno a la otredad de Machado, pero no es el fin, ni el espacio. Baste con apuntar que esta gran enfermedad del espíritu nos imposibilita amarnos a nosotros mismos. Consecuentemente no podemos amar a los demás. No podemos ver al otro como nosotros mismos, porque ni siquiera lo vernos como hermano.
Asumimos la vida como un juego, una especie de triatlón o pentatlón donde hay que competir y ganar en varias disciplinas: familia, política, escuela, trabajo, empresa, cultura, etc. En nuestros roles sociales, hoy más que nunca, el amor parece estar peleado con el éxito. “El que no tranza no avanza”, popularizó una película de nuestro “gran y nuevo” cine mexicano.
Un viejo amigo en aquellos años de la primera universidad se rehusó una mañana a desayunar con nosotros. Dijo que antes de comer tenía que grillar. No sé hasta qué punto haya sido cierto, pero el mensaje quedó más que claro.
La cosa pública nunca dejará de estar en manos de los políticos. No es factible que los políticos dejen de serlo o que la política desaparezca. Es más sensato que los ciudadanos se hagan políticos… y cuanto antes. Pero antes de ello, los ciudadanos deben recuperar la posibilidad de amar más allá de lo que han sido los 14 de febrero. Aprendiendo a amar al otro estaremos sembrando la semilla de un futuro deseable para la nuestras ciudades y nuestros países.
¿Se acuerdan de la República Amorosa? La idea y la intención estaba perfecta! Su único defecto era muy grande y era su portavoz. No lo estoy juzgando. Está a la vista que ya había perdido lo más valioso que puede tener un político que es la credibilidad. La idea en sí era estupenda. Este país necesita amor y no será suficiente el que pueda dar una sola persona; debíamos empezar a ejercitarlo todos.