EE. UU. y México: Centroamérica sin destino: Carlos Ramírez

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Con el apoyo político mexicano y la inversión estadunidense de cuatro mil millones de dólares en cuatro años, EE. UU. y México quieren resolver la crisis de viabilidad socioeconómica y policía de Centroamérica, cuyo origen se localiza en la configuración de sus quebrados sistemas políticos y de gobierno y su fracasado modelo de desarrollo dependiente. Con unos cuantos dólares, Washington y Ciudad de México quieren desactivar las caravanas de miles de centroamericanos que salen de sus países, cruzan territorio mexicano y solicitan asilo ante el gobierno americano.

El problema migratorio centroamericano es grave y se une a la crisis permanente de mexicanos que cruzan, de manera legal o clandestina, la frontera, para internarse en territorio estadunidense en busca de empleo y bienestar que no tienen en su país de origen. A la fecha existen once millones de hispanos sin regularización migratoria y sujetos a deportación inmediata, sin importar que pudieran haber vivido en EE. UU. en los últimos años. Obama deportó a más de tres millones, Trump los criminalizó y ahora Biden no sabe qué hacer con ese problema estructural de la desigualdad regional del desarrollo.

De la población total de 50 millones de personas en siete países centroamericanos –la zona territorial y estratégica que conecta Norteamérica con Sudamérica–, algunas estimaciones están señalando que la migración podría ser en total de alrededor de un millón de personas. En 2019 y 2020 hubo decenas de miles de migrantes forzosos que congestionaron y presionaron la frontera de EE. UU. con México y la declaración formal de no persecución por parte del gobierno de Biden ha estimulado algunas caravanas de varios miles de personas.

La crisis migratoria al sur de EE. UU. es grave. Y en la Casa Blanca no saben qué hacer con el problema. El presidente Biden aprobó un programa de emergencia de 1.9 billones de dólares (1,900,000,000,000) para atender la crisis social, económica y de empleo por el COVID-19, pero para Centroamérica en cuatro años estima destinar cuatro mil millones de dólares. Washington está más o menos tranquilo con la región centroamericanita, porque la crisis es de desarrollo y empleo y no ideológica como en los ochenta. La amenaza comunista que enardeció a Reagan y a su operador regional Henry A. Kissinger en los ochenta ha derivado en gobiernos dictatoriales de izquierda reprimiendo a la izquierda, como ocurre en Nicaragua.

El gobierno de Biden ha identificado un problema, pero carece de análisis y diagnóstico y todo lo quiere arreglar con dólares regalados. La tesis de Kissinger en su informe a Reagan en 1984 sigue latente: un problema de modelo de desarrollo, de recursos naturales saqueados inclusive por EE. UU. y la represión social como mecanismo estabilizador. A esa Centroamérica se refirió, con enfoque despectivo, Kissinger cuando afirmo que eran países “no viables”, cuya dependencia sería a la larga una carga para la Casa Blanca.

Pero el problema de subdesarrollo ha derivado en crisis de violencia criminal y ahora como un tema de seguridad nacional para EE. UU.. Al derrotar a la guerrilla en El Salvador y Nicaragua, EE. UU. se desentendió de Centroamérica. El enfoque de seguridad nacional ideológica –la amenaza comunista cubana– se deshizo por sí mismo ante la imposibilidad de sociedades, economías y gobiernos comunistas en la región. La salida lateral populista de Hugo Chávez y ahora Maduro –con sus aliados en Argentina, Brasil, Chile, Bolivia y Ecuador– tampoco alcanza para darle gobernabilidad a la región.

La grave crisis centroamericana, además de la de gobernabilidad política y de modelo de desarrollo insatisfactorio, es de violencia criminal en sus dos vertientes principales: por el accionar de bandas delictivas y por los cárteles del crimen organizado. Los organismos de seguridad han sido rebasados, cooptados o anulados por los delincuentes y las estrategias de seguridad locales carecen de apoyos internacionales. El principal temor de EE. UU. radica en la infiltración en las caravanas de delincuentes que vayan a organizar o a reforzar a las bandas que ya existen dentro del territorio estadunidense y que controlan, junto con los cárteles mexicanos, el tráfico al menudeo de drogas. El grupo criminal Maras Salvatruchas opera no sólo en las calles de EE. UU., sino que tiene el control de las cárceles.

EE. UU. está mirando a Centroamérica como un problema de migración masiva ilegal y México como un tema de presión fronteriza. El presidente López Obrador ha asumido esa crisis con ojos sociales y ha señalado que el origen es de pobreza y desigualdad en el desarrollo, pero los apoyos mexicanos son parciales (30 millones de dólares hasta ahora), por goteo y que sólo buscan replicar en otra sociedad lo que ha sido pensado para la desigualdad mexicana. La crisis de seguridad por los asesinatos en Mexico de migrantes centroamericanos –guatemaltecos, hondureños y salvadoreños– y el aumento de las bandas delictivas venezolanas y colombianas ha carecido de opciones estratégicas. Y a ese problema natural en la vecindad del sur se agrega hoy la presión del vecino del norte para que México ayude a resolver la crisis histórica centroamericana.

La globalización en la zona de Norteamérica se olvidó del sur, los acuerdos comerciales han abierto fronteras sin estimular modos de producción y comercialización y la escasez de mercado interno tienen a Centroamérica en la ruta de un colapso social violento que ha encontrado en la migración una especie de fuga hacia adelante, con la gravedad de que EE. UU. ya cerró sus fronteras y aumenta las deportaciones, México no puede con su propia marginación y desempleo y ahora se deben de sumar decenas de miles de familias huyendo de la pobreza, la violencia y la inviabilidad como sociedad.

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