WASHINGTON, D.C.- Aunque no alcanza aún a definirse como tema de debate, uno de los trasfondos del proceso electoral estadunidense es el del futuro imperial de los EE.UU. desde el inicio de la guerra fría en agosto de 1961. El dilema aparece claro: o el camino de la democracia o el sendero del militarismo.
El asunto nada tiene que ver con perfiles partidistas. Curiosamente, los republicanos han aparecido como más sensatos en política exterior: Eisenhower alertó del complejo militar-industrial, Nixon terminó con la guerra de Vietnam, Ronald Reagan derrotó a la Unión Soviética con la competencia presupuestal y sin disparar misiles; sólo George Bush Jr. inició la guerra en el medio oriente que se perfila como el Vietnam del siglo XXI.
Los demócratas han salido más belicosos: Truman lanzó las bombas nucleares sobre territorios japoneses, Kennedy inició la guerra de Vietnam y financió invasión a Cuba, mantuvo Vietnam, la debilidad de Jimmy Carter propició la invasión de la embajada de los EE.UU. en Teherán y un año de rehenes, Bill Clinton desdeñó la política exterior y prohijó a Al Qaeda y Obama autorizó tortura a rehenes, cárceles clandestinas de la CIA y un impresionante programa de espionaje contra civiles dentro y fuera del territorio estadunidense.
El desmoronamiento de la Unión Soviética en 1989-1992 fue producto de una transición del imperio a la racionalidad geopolítica; el fin del mundo bipolar y de la guerra fría obligaba a los EE.UU. a una transición también del imperio a la convivencia multipolar; sin embargo, Clinton y Bush optaron por fortalecer el dominio imperial de Washington y Obama en realidad nunca entendió la geopolítica ni la seguridad nacional pero se echó en los brazos de la comunidad de inteligencia, militar y de seguridad nacional. En ese largo periodo 1993-2016 los EE.UU. han sufrido más derrotas que victorias.
Lo que el Washington político no ha entendido hasta la fecha radica en el hecho de que el dominio imperial es ciertamente militar y de seguridad pero sostenido por la hegemonía económica e industrial y de tecnología. Ahí estuvo la clave del complejo militar-industrial: las guerras como el motor del impresionante desarrollo industrial estadunidense.
Donald Trump y Hillary Clinton parecen no entender esa lógica; el primero razona como empresario que funda todo en el comercio y la segunda es una burócrata que cree que todo el poder se deriva del espionaje o de la inseguridad de los ciudadanos para fortalecer la oferta de seguridad del Estado. En medio se acumulan los datos de que por razones varias, el poderío estadunidense no se ha podido instalar de nueva cuenta no por falta de efectivos militares sino por una economía débil.
El ejemplo que comienza a ser analizado por los estudiosos es el chino: un poderío militar que domina por las legiones de inversiones financieras y comerciales en el mundo. Cuando China entre en crisis económica y financiera se verán mermadas sus posibilidades de dominación geopolítica. Y en este modelo Rusia tiene poco qué hacer porque la economía posterior a la transición se hizo para favorecer a una plutocracia ajena al poder geopolítico y por eso Vladimir Putin es más verborreico que imperialista.
Lo que se decide en los EE.UU. va más allá de Trump y Hillary y tiene que ver con la reorganización del capitalismo militar-industrial y no con la democracia.
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