A finales del 2004, la revista The Atlantic contrató al filósofo y analista francés Bernard Henry-Levy para hacer un recorrido en los EE. UU. siguiendo la ruta de Tocqueville de 1831. El viaje en el segundo tercio del siglo XIX fue para un reporte sobre prisiones, pero Tocqueville lo profundizó para hacer una presentación en sociedad mundial del sistema político estadunidense ya en proceso de expansión imperial, devastadora de la comunidad india nómada del oeste territorial y en busca de anexarse buena parte de México, y, claro, con los primeros indicios de una sociedad esclavista.
El resultado de Henry-Levy no fue afortunado. Su texto lo convirtió en el libro American Vertido. Un viaje por Estados Unidos tras los pasos de Tocqueville, de contenido confuso, quizá porque el filósofo no había estudiado al abogado que puso más o menos en orden el estudio de las instituciones estadunidenses. Ahí quedó, en la obra de Tocqueville, la primera contradicción: ¿puede ser una democracia un sistema basado en el esclavismo, la explotación y el imperialismo?
No seria el primer esfuerzo. En 1978 el politólogo húngaro Thomas Molnar publicó su estudio El modelo desfigurado. Los Estados Unidos de Tocqueville a nuestros días y sus conclusiones advertían un proceso de descomposición institucional y social, la consolidación de una ideología conservadora y el papel de las élites cada vez más alejadas no sólo de sus sociedades, sino de sus fundamentos históricos. Se necesita, concluyó, de un nuevo Tocqueville para que pusiera en orden todo el rompecabezas estadunidense que ha llegado al punto actual de 2020: un presidente republicano repudiado por las buenas conciencias y un candidato demócrata carente de carisma, inteligencia estratégica y propuesta y convertido solo en el anti personal del presidente en funciones.
Europa vio metido a los EE. UU. hasta el fondo de sus ánimos y expectativas en la segunda guerra mundial y luego los europeos fueron incapaces de construir un sistema regional de defensa porque vieron con comodidad la creación de la OTAN, que en realidad fue el paraguas europeo de la seguridad nacional estratégica nuclear de Washington. En la modernidad de la posguerra, señalo Claude Julien en El imperio americano, los EE. UU. no tenían colonias, pero desarrollaron un sofisticado sistema de neocolonialismo ideológico, político y, en el enfoque de Jean-Jacques Servan-Schreiber, de inversiones extranjeras. Era, pues, estableció Raymond Aron, una “república imperial”.
El enfoque europeo sobre los EE. UU. tiene la facilidad de la distancia geográfica, aunque la incomodidad de las bases militares, políticas e ideológicas. El muro de Berlín en 1961 fue puesto por la zona soviética de Alemania para dividir un país en ideologías y para fincar su distancia del capitalismo estadunidense representado, de manera sumisa, por la Europa del oeste.
En términos ideológicos, políticos y de seguridad, Europa a veces no sabe qué hacer con los EE. UU. El agobio anticomunista del Moscú de Brézhnev obligó a delegar la defensa a la maquinaria militar del complejo capitalista militar-industrial (Eisenhower). La protección militar, fue en su última instancia, defensa del sistema capitalista estadunidense. Así, Europa se entregó a los EE. UU., lo que Servan-Schreiber llamó una “quiebra histórica”.
Los EE. UU. de Tocqueville puede que nunca fueron una democracia, como lo deslizó en propio Tocqueville en La democracia en América que tiene que ver con la comunidad afroamericana. El papel clave del sistema judicial que sorprendió al francés no alcanzaba para calificar un sistema en toda su totalidad. Aron lo vio con claridad en su abordamiento del perfil de los EE. UU. después de la guerra y su papel como el único poder mundial, aunque le dejo una puerta de salida de emergencia al asumir la condición de imperio, pero dotarlo de ciertos rasgos internos de república.
En cambio, Claude Julen fue más directo, quizá porque su libro El imperio americano fue publicado desde la izquierda en 1968, justo en la coyuntura de las protestas mundiales contra la presencia imperial de Washington en Vietnam y los primeros indicios de su dominio sobre América Latina, potenciados en 1973 al patrocinar el golpe de Estado contra el gobierno socialista democrático de Salvador Allende en Chile, aunque al final sin resolver la contradicción entre una América liberal en su interior –y a veces no tanto, por el factor capitalismo dominante– y un imperio en el exterior. Julien no resolvió la contradicción entre el imperialismo americano nutrido del idealismo americano, pues al final ese idealismo no es más que una especie –si acaso se explica de manera teórica– por un imperialismo explotador interno que mantiene la polarización social con una clase media como colchón de atemperamiento de las contradicciones de clase.
Molnar, a finales de los setenta y después del fracaso estadunidense en Vietnam, deja el planteamiento de que Tocqueville ya no alcanza para explicar cuarenta años después, la realidad, las contradicciones y los verdaderos objetivos imperiales de los EE. UU. Su enfoque señala que Tocqueville descubrió América en los EE. UU. como lo que podría ser un ejemplo para el mundo y sobre todo para Europa, pero en las condiciones actuales muchos países europeos son hoy más democracia que los EE. UU. y sin las obsesiones de imperio mundial.
LO que queda es la revisión de Tocqueville para analizar si los EE. UU. son una democracia, si Trump no la representa y si Biden es el ejemplo mas terminado del modelo Aron de república imperial, república hacia dentro, imperial hacia el exterior. El deslindamiento es urgente para establecer, desde la Europa dominada e Iberoamérica súper explotada, si en realidad Biden es una opción o sería el mismo gato, al fin y al cabo que en la oscuridad todos los gatos son pardos.
El contenido de esta columna es responsabilidad exclusiva del columnista y no del periódico que la publica.
Canal YouTube: https://t.co/2cCgm1Sjgh