La reforma educativa del presidente Peña Nieto puede verse desde distintos ángulos. Muchos han puesto el énfasis en que se trata de un “quiñazo”incruento; otros ven el principio de la ruptura del gobierno con las poderosas cúpulas sindicales que fueron sostén del sistema corporativo de la época priista. Unos más han visto el primer paso para poner en práctica tanto los 13 puntos del discurso inaugural del presidente como el Pacto por México. Hay quienes prefieren ver la posibilidad de una reforma educativa de gran calado.
El presidente Peña Nieto subrayó en un breve discurso al presentar la iniciativa que “La base para transformar a México, es la educación”. Y es cierto, como lo fue aquí mismo en el siglo XX y como lo ha sido en Corea y en Brasil, en Japón y en Finlandia, en cualquier sociedad avanzada.
En los países desarrollados que antes llamábamos capitalistas, la educación es tan apreciada, que no admite más que a los hijos de las familias que pueden pagar las altas colegiaturas, con lo que define, desde el principio, el lugar que cada quien tendrá en la sociedad del futuro cercano. Por eso es tan importante que en la reforma se subraye que la educación es un derecho de todos los mexicanos y se dé preferencia a las comunidades más pobres.
En la iniciativa de reformas se ratifican los principios esenciales de la educación: “El laicismo, el progreso científico, la democracia, el nacionalismo, la mejor convivencia, el aprecio y respeto por la diversidad cultural, por la igualdad de la persona y por la integridad de la familia bajo la convicción del interés general de la sociedad y los ideales de fraternidad y la igualdad de derechos”.
No es poco si se considera que en los primeros doce años del siglo –y tal vez desde los últimos 18 del siglo XX– hubo desde el poder central un esfuerzo constante de arrojar a la basura el laicismo y otros principios esenciales de la nación, como la soberanía, la frivolización de los valores patrios, considerados “nostálgicos”, el tenaz socavamiento de las instituciones de la República.
No se trata de volver a lo viejo, sino de subrayar que en la revolución tecnológica y la globalización, sigue siendo válida la búsqueda de la justicia social, una genuina democracia, la defensa de la soberanía nacional y el papel del Estado como contrapeso de legitimidad a los poderes fácticos surgidos de la concentración del ingreso, de la acción terrenal de la Iglesia católica, de los monopolios.
Con toda la importancia de las otras visiones, yo prefiero ver la reforma educativa desde la óptica de un viejo maestro (lo soy hace 55 años) que ha sido, en su momento, hijo, alumno, padre y abuelo. Que sabe el papel decisivo que juega el magisterio en la educación pero también sabe –lo vivió y lo sufrió– la relevancia de la familia en la formación de los hijos y el hecho terrible de que cuando la familia está en decadencia (hoy le llaman disfuncional), los maestros y maestras son los únicos que pueden rescatar a los niños y jóvenes, siempre que tengan la vocación generosa de enseñar y amar a los alumnos, de compensar sus carencias emocionales con ternura, guía y nuevos horizontes culturales.
Sabe que la educación –la formación intelectual, moral, actitudinal y el desarrollo de las capacidades individuales– no son solo asunto de los maestros y padres de familia, sino del entorno social, y éste se encuentra muy deteriorado en México entre los pobres y los ricos e incluso en las clases medias desalentadas. Y que los medios de comunicación –radio, televisión, revistas, periódicos, libros, redes informáticas– tienen una influencia determinante en la formación de seres humanos y que reducen (al hombre a consumidor y al ciudadano a masa manipulable.
Por eso, a mi juicio, la reforma educativa del presidente Peña Nieto es un paso que debe ser seguido rápidamente de otros: el programa económico que genere empleos dignos en el sector formal; la universalización de la seguridad social; el rescate de la institución familiar (no lo he visto expresamente en ninguno de los compromisos del nuevo gobierno); la conversión de los pobres en trabajadores y su formación laboral y cultural; el aprovechamiento de las cadenas de televisión anunciadas para crear una televisión de Estado de muy alta calidad, capaz de compensar la mediocridad y la estulticia que machacan día con día las televisoras privadas y el tedio que producen los poquísimos canales públicos (tampoco he visto este objetivo por ninguna parte).
Esto es más complicado que lograr un acuerdo político para reformar el artículo 3º y la Ley Federal de Educación, pero es apenas lo indispensable para que la educación transforme a México, como quiere Peña Nieto y para que forme hombres y mujeres aptos, competitivos, cultos y felices, como quiero yo, que no soy presidente y ya casi ni ciudadano habida cuenta de mi edad, pero que tengo derecho a decir lo que espero para este país y este pueblo que me lo han dado todo.