Economía y empleo: Renward García Medrano

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Como escribió en días pasados Ciro Murayama, lo que aprobará la Cámara de Diputados no es la reforma sino apenas una “miscelánea laboral” para “cambiar lo cosmético [y] flexibilizar lo que ya es flexible. Los diputados no podían –ni debían– hacer otra cosa, pues en 30 días no es posible analizar una reforma laboral digna de ese nombre ni negociarla dentro y entre las fracciones parlamentarias y menos aún con las cúpulas sindicales forman parte de la estructura del PRI, el PRD, el PT y el PANAL.

 

“Rasurar” la iniciativa de Calderón –que él dice que ” que necesita México”– fue lo menos malo que pudieron hacer los diputados. Los últimos días de un gobierno son los más inoportunos para intentar un cambio en el equilibrio real de fuerzas, a costa de los grandes trabajadores y sus sindicatos.

Al margen de los cálculos mezquinos que llevaron a Calderón a meter este gol al cuarto para las doce, su iniciativa vacunó a los poderes sindicales y patronales y tal vez tengan que pasar años antes de que el nuevo gobierno proponga una reforma laboral que corresponda a las nuevas realidades del modo de producción de México y el mundo y, sobre todo, que sea una entre otras reformas clave que conformarían un modelo de desarrollo para sustituir al del Consenso de Washington, que es incompatible con la democracia, como lo demuestran los primeros destellos de represión en España y Estados Unidos.

Hay mucho terreno por recorrer para actualizar las relaciones entre los trabajadores y los patrones, sean empresas, organismos estatales o dependencias públicas. Pero lo que se haga debe concretar el principio constitucional de que el Estado ha de tutelar los derechos del trabajo; al mismo tiempo, debe adecuarse a las nuevas y cambiantes tecnologías de la producción de bienes y servicios.

Es falsa y perversa la noción de que los derechos laborales impiden la creación de nuevos empleos, primero, porque menos de un tercio de la población económicamente activa trabaja bajo contrato y, en su mayor parte, con salarios y prestaciones precarios; los otros dos tercios están en la economía informal o trabajan bajo el sistema de “outsourcing”. Segundo, porque la política económica actual reduce al mínimo la inversión pública e inhibe la privada, que son el origen real de la falta de empleos. A se agregan los subejercicios presupuestales, como ocurrió con la refinería, que se quedó en la compra del terreno por el gobierno de Hidalgo, pues aparte de ponerle una barda, no hay indicios de que se haya iniciado la construcción.

Respecto a la democracia sindical, los sindicatos de protección, los truhanes que se hacen pasar por líderes para extorsionar a pequeños empresarios y las gordas y añejas mafias sindicales que se constituyen en poderes fácticos, son una rémora para la democracia y la transparencia. Pero la democracia sindical no se logra eliminando o invalidando a los sindicatos, sino rompiendo las relaciones de complicidad de patrones y gobiernos con las cúpulas para que los trabajadores se apropien de los sindicatos y éstos los representen efectivamente.

Por lo que hace a la rendición de cuentas, los únicos que tienen derecho a ella son los trabajadores miembros de cada sindicato y no el resto de la “sociedad civil”, como pretenden algunos intelectuales metidos a comentaristas políticos y lectores de noticias metidos a intelectuales, que parecen ignorar que las asociaciones empresariales son sindicatos patronales y nadie se preocupa por su democratización ni por su transparencia.

En esto de la reforma laboral hay un doble juego. Con el pretexto de flexibilizar un mercado de trabajo –que como dicen Murayama, Cordera. Sánchez Rebolledo y muchos más, ya es muy flexible– se busca fracturar al sindicalismo y ampliar la brecha entre salarios y utilidades, como señuelo para atraer inversiones. Pero las empresas basadas en la explotación excesiva del trabajo son tecnológicamente estancadas y lo que el país requiere es una segunda industrialización y un fuerte desarrollo agropecuario y agroindustrial que privilegien la productividad, sean activos generadores de empleos dignos, aumenten el ingreso de las familias y fortalezcan el mercado interno, ya que el externo será cada día más estrecho.

El presidente electo Enrique Peña Nieto sabe que el sector externo no puede seguir siendo el motor de la economía porque Europa y Japón están en recesión y para allá va Estados Unidos, nuestra eterna “locomotora”. Por eso es previsible que desechará el Consenso de Washington, que guió nuestra política económica desde finales del siglo XX y destruyó lo que habíamos construido con el modelo de “economía mixta”. Es el mismo modelo que tiene al borde del abismo a economías tan fuertes como la italiana y la española, ha puesto en aprietos a Francia y Gran Bretaña y arruinó a Grecia, Irlanda, Portugal y otros países.

Si el gobierno de Peña Nieto define claramente las reglas del juego y empieza de inmediato a cumplirlas, los inversionistas privados y extranjeros tendrán estímulos reales para invertir y no ficticios como sería la cancelación de derechos de los trabajadores.