Los niños han de tener mucha tolerancia con los adultos. (A.S.E.)
Dicen por ahí, en algunas de las tabernas donde los amantes de las letras y apasionados de la imagen encuentran refugio, que siempre hay malas lenguas.
Lo decía mi abuela, que a pesar de estar allá junto a su madre, seguirá trabajando y hablando de frente, que siempre nos encontraremos con aquellos que hablarán, bien o mal, sin embargo, lo fundamental era que ese juego verbal tuviera orificio de entrada y salida
Sin embargo, para Fulgencio Rivapalacio, las críticas le resultaban una forma sana de divertirse y de enfocar su alegría, cada frase o jugarreta política que sufría era una manera más en que don Fulge se regocijaba entre las miles de palabras, sinónimos y adjetivos que habitan en su departamento.
Tenía apenas 10 años cuando lo conocí, pero juro que me impactó como nunca, así como cuando supe por primera vez de las delicias que pueden darte un par de redondos senos.
Iba yo a la escuela, cuando me lo topé, yo pateando una lata de duraznos en almíbar y él, perdido como siempre en uno de esos libros que no tienen dibujitos.
Pateaba yo mi lata de duraznos cuando tal era mi creencia de sentirme jugador del mundial Italia 90, que la lata fue a dar en el tobillo de don Fulge, y precisamente cuando intentaba yo correr, con una habilidad prodigiosa, me toman de la mochila (una de piel que parecía más bien maleta que mochila) y no me quedó de otra que enfrentarme al cruel destino de ser reprendido por el señor “apendejado” (como le decían niños y adultos de la cuadra).
Cerré los ojos y me preparé físicamente para sentir el guamazo, cuando lo único que obtuve fue “te ganó la defensa”.
Apenas me soltó, salí corriendo y sin importar el peso de la mochila, hasta llegar dos cuadras más adelante, respiré hondo, metí las manos al bolsillo de mi pantalón y saqué mis canicas para acompañarme en el camino a clases.
Los siguientes días, no lo vi, seguí pateando una lata por una semana sin resultado alguno, don Fulge había desaparecido, creo que habían surtido efecto los comentarios de la cuadra… desapareció.
Cuando llegó mi balón, uno pequeño que me obsequió mi madre, me lo volví a encontrar, dos semanas después, pero esta vez estaba preparado, seguí pateando sin verlo, y fue él quien paró mi balón, y sólo para darme un libro, pequeño con el dibujo de un príncipe en la portada, y ya no lo volví a ver en mi vida.
Regresando a casa, después de las clases de matemáticas y algo de ciencias naturales, boté mi balón en la esquina y me perdí horas en el libro que me había obsequiado aquel señor “apendejado”. Ahí conocí de los viajes de un principito, descubrí que don Fulge no necesitaba hablar mucho para sus detractores, que quienes lo molestaban era porque no podían sostener una plática con el viejo.
Así crecí, con ese libro en mano y con las enseñanzas de un defensa del mundial de Italia 90, con las anécdotas de un príncipe lunar, entre los viajes de un pueblo cubierto de polvo y con una formación de valemadrismo encausado.
Hoy a mis 30 años y con una pasión a cuestas, sigo recordando a don Fulge, con sus libros sin dibujitos y aquella lata de duraznos en almíbar, con una anécdota de Antoine de Saint Exupéry, con frases tan liberadoras de críticas viperinas como “el mundo entero se aparta cuando ve pasar a un hombre que sabe adónde va”, que tanto ayudan cuando vives en un país con un déficit de 30 muertos en fin de semana, cuando es pecado morir en domingo, o cuando radicas en un estado donde la política sirve para instaurar la venganza como forma de gobierno, es ahí cuando las actitudes y enseñanzas de un hombre que viste pocas veces y mucho menos tuviste la oportunidad de platicar, te demostró lo que la abuela te repetía hasta el cansancio y que literariamente Miguel de Cervantes imprimió, “deja que los perros ladren…”.
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