Por más sentimientos de furia que provoca el lenguaje corporal y discursivo del presidente Donald Trump, el análisis debiera llegar al trasfondo de los sentimientos: Trump está revelando la preocupación de la mayoría wasp –blanca, anglosajona, protestante– sobre la pérdida de los tres pivotes de su existencia: el modo imperial de dominar, la cohesión de clase dominante capitalista y la hegemonía racial originaria.
Una referencia apareció de pronto en algunos articulistas. Sin embargo, fue el superasesor Steve Bannon el que le dio rango de atención: en la Casa Blanca estaban releyendo a fondo el libro Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides, quizá la primera obra de historia política. El enfoque Peloponeso estaría animando las tres principales acciones de Trump: la recuperación de la hegemonía militar mundial, la reconstrucción del liderazgo wasp y el fortalecimiento del capitalismo.
Estas tres características de los EE. UU. se encuentran en riesgo: la disminución de la hegemonía militar con Clinton y Obama ante el fortalecimiento de China, Rusia, Corea del Norte e Irán; el avance de la cultura migratoria sobre todo hispana; y la popularización del “socialismo” en candidatos presidenciales que pugnan por un Estado social contrario a las características del capitalismo: competencia, codicia y acumulación.
Clinton y Obama no llevaron su audacia a la reconfiguración del modelo de dominación del dólar; si acaso, redujeron sus confrontaciones externas y aflojaron algunos amarres imperiales. De todos modos, los EE. UU. de Trump se mueven bajo el criterio de la guerra del Peloponeso: el temor de Esparta a que sus vecinos griegos se fortalecieran y los derrotaran, lo que en lenguaje de seguridad nacional actual serían guerras imperiales preventivas. En la elección presidencial del 2016 los sectores de la sociedad profunda o silenciosa atendieron el mensaje de Trump: hacer otra vez grande al imperio. Y con esa sociedad wasp aparecieron otras nacionalidades que olvidaron sus orígenes y se sumaron al llamado a la grandeza, luego de que los EE. UU. habían sido humillados hasta en su propio territorio, como ocurrió el 11 de septiembre de 2001.
La radicalización del racismo estadunidense vigente se puede entender con un dato: la ley de derechos civiles que terminó con la segregación de la población negra fue aprobada en 1964, empujada por las marchas y violencias de los sectores afroamericanos y sostenidapor sectores progresistas demócratas. El presidente Barack Obama nació en 1961 cuando todavía estaban en vigor las reglas de exclusión de la población no blanca y llegó a ser el primer presidente negro de la historia estadunidense, aunque sin dejar ninguna huella a favor de los derechos civiles; al contrario, su saldo negativo prohijó la victoria de Donald Trump.
La guerra civil del siglo XIX no resolvió el problema de la integración racial. El discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln fue corregido en la práctica: “todas las personas fueron creadas iguales”, afirmó, pero en la realidad se aplicó con restricciones: “iguales, pero separados”. Y durante 101 años no hubo esclavismo, pero sí segregación que no permitía usar lugares públicos a mexicanos, negros y animales.
El modelo Tucídides se puede aplicar a las tres grandes batallas estadunidenses: la del auge de China, Rusia, Corea del Norte e Irán; el capitalismo que podría darle la candidatura demócrata a un “socialista”; y la pérdida de la hegemonía wasp. En este contexto, Trump ha sido sujeto político de una coyuntura política clave de los EE. UU., en el que su discurso racista responde a la circunstancia racial estadunidense.
Como dato adicional hay que registrar la reciente declaración del director general del The New York Times, Dean Baquet, a su equipo: para la cobertura informativa en este proceso electoral adelantado, todo el tema de la migración es racial, dijo, y eso que Baquet es afroamericano. Este dato daría información sobre lo que a nivel de análisis de minorías sobre la crisis racial se está entendiendo. Otro periodista analizó la matanza de mexicanos y estadunidenses en El Paso como parte de una lucha en la que lo racial es ideológico, en tanto que en Ohio, casi por esas mismas horas, un francotirador identificado como antifascista de izquierda balaceó a grupos del otro espectro ideológico.
Lo que quiere dejarse asentado aquí es que efectivamente todas las caracterizaciones sobre Trump son ciertas en grado, diríase, de limpieza étnica migratoria, pero que responden a una reconfiguración del modo de vida estadunidense que está cambiando. Algunos, por ejemplo, están comenzado a preocuparse por el discurso del “socialista” Bernie Sanders porque quiere un Estado con salud gratuita y quebrar Wall Street donde la clase mediaconsolida sus ingresos. Educación, salud, vivienda y alimentación son parte esencial del capitalismo de acumulación y codicia como eje de la competencia que dinamiza la creatividad.
El punto conflictivo radica en el hecho de que la votación del 2020 estará entre un Trump que representa los valores y modos originarios del capitalismo y el perfil racial y un demócrata que podría ser Joe Biden que asume la propuesta neutra de mantener valores sin liquidar racismo, exclusión o violencia. La lección del 2016 con Trump mostró el resurgimiento del estadunidense medio, con el apoyo de las minorías raciales que sí se quieren fusionar y convertirse en producto local.
Y en lo geopolítico, Trump representa la teoría de la seguridad nacional imperial tipo Peloponeso y entiende que el dominio imperial que sostiene el modo de vida estadunidense de bienestar y libertad es producto del endurecimiento militar y no del ablandamiento geopolítico.
Este escenario es que define la elección del 2020.