Afortunadamente, la derecha ha sido arrogante e incompetente, y por eso no habrá un tercer presidente del PAN; más aún, el candidato de ese partido podría caer al tercer lugar. Esto, claro, si las elecciones federales del 1 de julio se celebran en todo el país y no se pretexta la inseguridad para impedir el voto ciudadano en los estados donde el PAN es minoría.
Al término de su sexenio, el presidente Felipe Calderón dejará al país mucho peor que como lo recibió: con una economía que marcha por inercia, con más pobreza y desigualdad, y con 45, 50 o quién sabe cuántos miles de muertos con violencia, sea por la rivalidad entre grupos delictivos o por la guerra del gobierno en contra de todos ellos.
Estas desgracias coinciden con un entorno adverso, tanto por la crisis en la Unión Europea, que se ha contagiado al resto del mundo a través del comercio y el sistema financiero internacional, como por otros factores como el cambio climático que, por lo pronto, ya ha azotado a México primero con una temporada de huracanes devastadores y luego con la peor sequía de que se tenga memoria en la mitad del territorio nacional.
Esto significa más sufrimiento para el común de la gente, más privaciones y más frustración, sobre todo de los jóvenes y los niños que muy pronto serán adolescentes.
Se irá Calderón pero México se quedará con nuevas heridas –como la descomposición de la familia en las zonas más afectadas por la violencia–, y enfermedades sociales que tomado su propia dinámica, como la degradación humana asociada al empobrecimiento masivo de las clases medias y a la pérdida de la esperanza de los pobres.
La extrema derecha perderá el poder si los demás no perdemos antes la democracia, pero el cambio de partido y de presidente no resolverá nada automáticamente y menos de un día para otro. Un nuevo gobierno producirá cambios más subjetivos que materiales –pues nadie tiene varita mágica– y abrirá nuevas expectativas; nos dará un respiro, pero al principio nada más.
El gobierno que se iniciará dentro de diez meses y algunos días tendrá que aplicar medidas inmediatas para atender las emergencias, por ejemplo la de abasto de alimentos y, al mismo tiempo, deberá encabezar el rediseño del país: de su economía, de su educación pública, de sus formas de convivencia, de su cultura, de su democracia, porque México está en un momento de inflexión de su historia.
Tendrá que hacer eso y mucho más con los difíciles procedimientos de la democracia, pues el presidente deberá negociar los cambios de fondo con las dos cámaras del Congreso de la Unión, incluidas las fracciones parlamentarias de su partido, con los gobiernos y congresos de los estados, con los partidos políticos e incluso con los poderes fácticos, pues ni siquiera el presidente de la República puede emprender cambios profundos si se enfrenta, por ejemplo, al boicot del duopolio televisivo, del monopolio de la telefonía o al poder de la banca privada que las elites vendieron al extranjero.
Las negociaciones que harían posible el rediseño del país serán más difíciles si se encarga el proyecto a un grupo de notables que si resulta de los consensos sociales logrados desde la campaña política. El futuro presidente, a mi juicio, no debe limitarse a ganar las elecciones, sino ocuparse al mismo tiempo de los grandes problemas nacionales.
Para ello tendría que plantear con claridad sus principales propuestas y las posibles consecuencias para el país, para la sociedad y para los grupos de población directamente implicados. El candidato tendría que analizar con atención las reacciones que produzcan sus propuestas fundamentales, como la apertura de la industria energética a la inversión privada, la consolidación de las instituciones de salud y seguridad social en un sistema único que cubra a toda la población, los objetivos, pasos y plazos de una reforma educativa que rescate las ciencias sociales y las humanidades y vincule a la escuela con la empresa, o los términos y etapas de la reforma hacendaria que mejore la eficiencia y trasparencia del gasto público, aumente la recaudación tributaria y libere los ingresos de Pemex para que el organismo se modernice con las utilidades que él mismo genera.
Ésos son algunos de los temas que deberían ser discutidos en las campañas políticas de los candidatos, pero la discusión no puede darse a través de millones de espots transmitidos por radio y televisión. Tampoco mediante los debates entre los candidatos, que pueden servir para distraer a las galerías o para probar la habilidad polemista de los candidatos, pero no sirven para plantear, comprender y discutir los problemas y soluciones nacionales.
Habría que buscar formatos que se ajusten a la ley, como las de reuniones públicas de expertos que examinen los grandes temas y propongan soluciones alternativas, pero que por favor hablen en español y lo hagan con el lenguaje sencillo y claro que sólo pueden usar los que de verdad saben de qué están hablando.
La radio y la televisión –que operan con concesiones del Estado– deberían difundir y clarificar las ideas y reflexiones de los especialistas, en ejercicios casi pedagógicos, que informen a los ciudadanos sobre las opciones políticas reales que se les presentan y entre las que deberán elegir con su voto. Se puede y se debe hacer, pues estamos al borde de una emergencia nacional, pero para ello hace falta voluntad y decisión política.