La aprehensión de Elba por lavado de dinero descabeza al SNTE pero no supone la desintegración de la maquinaria de corrupción masiva que montó aunque sin duda es un paso para remover uno de los principales obstáculos a la reforma educativa. Para que esa acción no se reduzca a un Quinazo, es necesario desarticular las redes de manipulación y corrupción que pacientemente construyó esa señora, no necesariamente metiendo a todos a la cárcel ni menos aún transfiriéndolo a los líderes de la CNTE, que son tan ladrones como ella pero eran su brazo armado, sino cerrando las llaves de dinero público que aceita toda la estructura de corrupción
Antes de saber la alentadora noticia, pensaba escribir sobre las reformas a los artículos tercero y 73 de la Constitución y sobre el largo camino que falta por en materias legislativa, política, social, cultural e incluso moral. Pensaba decir que si por algo es deseable e incluso indispensable la reforma educativa que plantea el Pacto por México, es porque la educación de alta la calidad y para todos desencadena procesos sociales, políticos y gubernamentales que mitigan la desigualdad, que ha sido el mal mayor de nuestro país a lo largo de la historia.
La inequidad económica de México en el siglo XXI es la mayor de todos los tiempos, pues si bien siempre ha habido mexicanos con hambre –cientos de miles, millones de ellos–la riqueza nunca se había acumulado en un grado tan irracional, tan obsceno como hoy: no sólo es nació aquí el hombre más rico del mundo y el grupo más selecto de supermillonarios mundiales incluye al Chapo Guzmán, sino que unos centenares, quizá millares de familias tienen fortunas suficientes para asegurar una vida dispendiosa a muchas generaciones de los suyos y la riqueza de ninguno de ellos se forjó con su trabajo, pues por apta, inteligente, trabajadora y ahorrativa que sea una persona, no le alcanza la vida para reunir la fortuna de Slim o de la familia heredera de Maseca.
¿Cómo abatir la desigualdad? ¿Por qué tratar de reducirla?
Empiezo por lo segundo. Dos epidemiólogos–Richard Wilkinson y Kate Pickett– encontraron que la desigualdad es un obstáculo al desarrollo de las economías, pero dicho así, es como hablar de los agregados macroeconómicos y sus consecuencias sociales; prefiero decir que la pésima distribución de la riqueza, el ingreso, la educación, la cultura, el bienestar en general, produce un sufrimiento que usted, lector, o yo, desde la clase media, difícilmente podemos imaginar.
Movidos por la indiferencia de las grandes cifras y del cotidiano espectáculo de la tragedia ajena, muchos creen que la miseria es sólo problema de los pobres, e ignoran u olvidan que esa es la gran cantera de delincuentes que desde la infancia son arrojados a la carrera criminal y a muy temprana edad están convertidos en sicarios, asesinos, secuestradores, extorsionadores: de eso trabajan. Estos grupos son una amenaza para el resto de la gente, incluyendo a los ricos, cuyos autos blindados y guardaespaldas de poco les sirven porque, aunque el Banco de México no lo crea, la violencia inhibe las inversiones.
Y a mis amigos que consideran una ofensa decir que la pobreza propicia la delincuencia, les digo que el hambre crónica no sólo devasta familias, pueblos enteros y grupos humanos como la mayor parte de las comunidades indígenas; no sólo excluye a sus víctimas de la economía formal, sino también los excluye de los valores y del derecho que pretenden regir la convivencia de la sociedad.
A la educación pública y al empleo que se creó masivamente a raíz de la Segunda Guerra Mundial y con el impulso del Estado a la inversión privada a través de el manejo de sectores básicos y la construcción de carreteras, presas, escuelas y hospitales, debemos millones de hombres y mujeres de mi generación el no deambular por las tierras yermas como jornaleros agrícolas sin empleo o ser vendedores ambulantes en las ciudades, como lo fueron los padres de muchos de nosotros, sino obreros calificados, pequeños o medianos empresarios, profesionistas. A la educación pública debemos la apertura de nuevos horizontes culturales, el goce de las artes, todo aquello por lo que vale la pena vivir y que ni siquiera imaginan los más pobres.
Y como los niños y jóvenes de nuestros días no tienen una educación pública de calidad ni posibilidades de encontrar un empleo digno en la economía formal, aplaudo sin reservas todo lo que se ha dicho y hecho –apenas es el principio, espero– por la reforma educativa y creo que, en esta materia, los intelectuales y los llamados líderes de opinión tendrían que dar su aval al gobierno sin mezquindad y sin temor de perder la credibilidad o el prestigio de independientes y aun contestatarios, que para muchos de ellos es parte del currículum.
Lo que digan los intelectuales y los opinadores es importante, pero más lo es lo que digan y hagan los maestros, sobre todo si se desmantelan las estructuras de manipulación política masiva. Con ellos hay que hacer un enorme trabajo de persuasión en las bases para que vuelvan a ser el pueblo educando al pueblo, aunque esta frase suene a demagogia o emoción a flor de piel. Los maestros deben percatarse de que pueden lograr salarios decorosos y prestigio e incluso respeto social, si hacen el esfuerzo por prepararse y elevan en cada aula y para cada alumno, la calidad de la educación que imparte el Estado.