Parecía difícil que la desigualdad en México fuera peor, pero las cifras difundidas por el INEGI el viernes pasado revelan que la situación es mucho más grave de lo que suponíamos hasta hace poco. El ingreso promedio de los hogares es de 34 mil 936 pesos trimestrales, es decir, 11 mil 645 pesos mensuales. Peor aún, en sólo dos años, de 2008 a 2010, ese ingreso ha caído en 12.3 por ciento.
Cuando se habla de promedios nacionales, como es el caso, se suman los ingresos de las familias de los señores Slim y Azcárraga y algunos miles de personajes inmensamente ricos, con los de usted, los míos y los de las familias miserables de la Sierra Tarahumara, con los ingresos que reciben los enjambres de niños y jóvenes que brotan en todos los cruceros de las ciudades con un frasco de agua y una franela en la mano para ganarse algunos pesos, y una vez sumados todos, se dividen entre el número de familias, para ver cuánto le toca a cada una.
Los promedios ocultan la desigualdad, pero aun así, muestran que el ingreso familiar, que ya era insuficiente para una vida digna de la mayor parte de los mexicanos, hoy es mucho menor, y esto debería darle vergüenza a los arquitectos de la política económica y al gobierno en su conjunto. Debería darle vergüenza a la Fundación Rafael Preciado Hernández, del PAN, que apenas en mayo pasado publicó un documento con cifras parciales o falaces y gráficas en Power Point, con las que pretendía demostrar que México está mucho mejor con el panismo que en los años del PRI.
Para contener los éxodos de seres humanos hambrientos hacia las ciudades, el gobierno se vale de una política social fundada en las dádivas oficiales, cuyo eje es el programa Oportunidades. La Encuesta de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) muestra que las transferencias monetarias representaron ya el 14.4% de los ingresos de los hogares en 2010.
Nuevamente hay que quitarle el velo a los promedios. El dinero que reparte el gobierno va a las familias que están en las peores condiciones, entre las que se encuentran los 19.5 millones de personas que viven en pobreza alimentaria, y cuyo único ingreso es el subsidio de ese programa, lo que no sólo degrada su vida sino que tiende a perpetuar la pobreza de padres a hijos. Y si una vez más tratamos de reconocer lo humano detrás de las cifras, tendremos que admitir que cuando las dádivas del gobierno se convierten en el medio de subsistencia, tienen un enorme potencial castrante que hace pensar en el mexicano resignado a la desgracia como forma de vida.
¿Es suficiente la democracia electoral para que las víctimas de esta situación den un voto de castigo al gobierno en turno y lo cambien por otro? ¿Por qué no ha estallado una rebelión armada en el país cuando el 10 por ciento más pobre de la población, según la misma fuente, destina el 49.9 por ciento de sus ingresos en la compra de alimentos, bebidas y tabaco?
Habría que discutir si hay o no una rebelión armada. El alistamiento de no sé cuántos miles de jóvenes al año a las filas del crimen organizado es rebelión, aunque no por reivindicaciones sociales sino en busca de escapar de la pobreza y acceder a una vida que tal vez sea corta, pero que les ofrece dinero, reconocimiento en su ámbito social y autoestima.
Esa rebelión es peor que una revolución porque no va a ninguna parte, como no sea la destrucción de la propia vida, la ruptura con el país de leyes que no somos, con la economía que no está hecha para generar empleos ni salarios aceptables ni mercado interno ni nada de lo que se supone que conlleva la inversión.
Es una guerra de guerrillas, pues los sicarios a sueldo de la delincuencia cumplen una misión y vuelven al seno de sus familias y sus comunidades. Es también una guerra entre grupos criminales por el control de ciudades o caminos que, si están en disputa, es por ausencia del Estado. Es, en fin, una guerra que todos tenemos perdida y que de continuar en las condiciones actuales, sólo seguirá elevando el número de víctimas y el gasto de recursos humanos, financieros y técnicos de la nación.
Pero los gobiernos pasan y el país se queda, y lo que verdaderamente importa es lo que podemos y debemos hacer para revertir la agudización de la desigualdad y reducir drásticamente la violencia sin entregar el país al crimen organizado.
¿Qué tendría que hacer el próximo gobierno, en particular el presidente de la República, que sigue siendo la pieza central del sistema político mexicano a pesar de la transición democrática y del desgaste que ha sufrido la institución presidencial en los últimos lustros?
Tendría que asumir una gran prioridad: el abatimiento de la pobreza y la reducción drástica de la desigualdad en la distribución del ingreso.
Esa prioridad debería ser la medida de todas las cosas: si un proyecto fiscal concentra el ingreso, no debe ser ni siquiera propuesto por el gobierno y menos aún aprobada por la Cámara de Diputados; si el Progresa beneficia sobre todo a las modernas empresas agrícolas, debe ser reorientado a favor de los pequeños productores y jornaleros. Para reactivar la producción y generar empleos dignos, es necesario reconstruir la banca de desarrollo industrial y agropecuario y volver a crear los mecanismos de fomento, como la producción de fertilizantes, insumos, semillas mejoradas, etc. Urge también un programa de seguridad alimentaria ante la crisis de alimentos del mundo, aunque todo esto contravenga la ortodoxia de los economistas hacendarios y del Consenso de Washington.
El abatimiento de la pobreza debe ser la brújula de la reforma educativa y para convocar a los maestros a que vuelvan a asumir su papel de impulsores del desarrollo del pueblo del que provienen y al que se deben. La historia del siglo XX mexicano enseña que la educación como formadora de recursos humanos e impulsora de cultura, junto con la construcción de infraestructura y nueva inversión productiva, es la clave para romper el cerco de la pobreza y abrir expectativas reales de mejoramiento de las personas y las familias.
Educación y empleo son las dos grandes herramientas para abatir la pobreza y disminuirla violencia. Sus efectos no son inmediatos, pero hay que empezar pronto, pues los problemas no van a suceder: ya estallaron. El próximo gobierno debe movilizar todos los recursos y todas las políticas públicas para superar la emergencia de pobreza y violencia que vive el país a través de los dos únicos instrumentos que sirven para eso: la educación y el empleo.