Desde los medios de comunicación, que son instrumentos de las élites del poder económico –Azcárraga, Slim– no sólo se denuesta a los políticos sino a las instituciones, en especial a la Cámara de Diputados, quizá porque su composición es reflejo de una sociedad que ha producido ejemplares como Fox con orejas de burro, Superbarrio o Fernández Noroña y se avergüenza de ver su propia imagen en el espejo.
Pero más allá de interpretaciones subjetivas, la Cámara de Diputados es una institución fundamental de la democracia, tanto por su pluralidad intrínseca como porque es uno de los contrapesos al Poder Ejecutivo Federal. Es posible que los locutores devenidos en líderes de opinión ignoren que Hitler o Huerta empezaron por disolver el parlamento y que el diario socavamiento de la representación nacional favorece las pulsiones autoritarias en una sociedad asustada por la violencia que reclama seguridad aun al precio de la libertad.
Todos los locutores denuestan a la Cámara de Diputados a propósito de lo que sea; sus embates están articulados por una ideología contra lo público y sus instituciones. En ciertas coyunturas políticas, los pinchazos se convierten en piezas de campañas consistentes contra el Congreso. La que se ha montado en las últimas semanas pretende que la Cámara de Diputados es una inmensa congeladora de iniciativas de ley y que más valía disminuir el número de sus miembros, lógica que apunta a su desaparición.
Las cámaras legislativas tienen una composición plural. En la era de partido hegemónico podía alegarse que los legisladores tenían un déficit de representatividad, pero ese argumento perdió toda significación a partir de 1997, cuando culminó la reforma política iniciada veinte años antes. Los debates legislativos reflejan el choque de intereses que se da dentro de una sociedad plural formada por ricos, pobres, católicos, protestantes, ateos, jóvenes o viejos, y un sinnúmero de características que nos diferencian en las necesidades, intereses y opiniones.
La Cámara de Diputados representa a la Nación, la Cámara de Senadores representa al Pacto Federal y los congresos locales representan a la población de sus respectivos estados. Algunas leyes federales son hechas por una de las dos cámaras, otras por ambas y la Constitución sólo puede ser modificada por la mayoría calificada –más de dos tercios– de las dos cámaras federales y la mitad más uno de los congresos locales.
Las reglas para hacer reglas no son caprichosas. Están hechas precisamente para que las leyes sean debatidas por todas las fuerzas políticas significativas del país y cuenten con diversos grados de mayoría, según el rango que tengan.
Pero la campaña del supuesto rezago legislativo es implacable. Un ejemplo reciente es la llamada “reforma política”, que es un paquete de iniciativas de reformas constitucionales y legales que el presidente Calderón anunció en cadena nacional la tarde del 15 de diciembre de 2009, cuando el PAN había sido derrotado en las elecciones intermedias y el PRI se hizo con la mayoría. Quizás este descalabro lo hizo reforzar la misión que él mismo se había impuesto en memoria de su padre: impedir el retorno del PRI a la Presidencia de la República.
El paquete legislativo fue enviado al Senado. Hubo largas y a veces difíciles discusiones entre personeros del gobierno y distintos senadores, en especial los del PRI, que son la segunda fuerza política en esa cámara. Poco se sabe de los intríngulis de los debates y menos aún de los acuerdos parciales que fueron pavimentando el acuerdo general aprobado por el Senado.
Ese acuerdo –minuta– fue enviado a la Cámara de Diputados para que lo analizara, discutiera y eventualmente aprobara. El proceso legislativo está reglamentado: la minuta se envía a las comisiones, en las que ocurre la mayor parte del debate, se hacen aclaraciones, se consulta a expertos y se avanza en los acuerdos hasta que se elabora y vota un proyecto de dictamen, que pasa al pleno de la Cámara para que lo discuta y vote.
Como los diputados no son una dependencia del Senado y mucho menos del Ejecutivo, sino tienen autonomía, cabe la posibilidad de que no acepten una minuta tal como la reciben, sino que propongan cambios de forma o de fondo, en cuyo caso la minuta se devuelve al Senado para que la analice y si está de acuerdo la apruebe. Cuando las dos cámaras votan un texto único, es enviado a los congresos locales y, como se dijo, si la mitad más uno lo ratifican, queda listo para entrar en vigor.
Es posible que a muchos les parezca engorroso y hasta burocrático este mecanismo, pero es el que se ha encontrado para asegurar que todas las fuerzas políticas debatan las propuestas, den sentido a la democracia y legitimidad a las leyes. Se podría hacer más rápido, como creo que ocurre en Irán, Paquistán, quizá en China y otros países con regímenes autoritarios, pero en una democracia –Estados Unidos, Inglaterra, Canadá, Holanda o Uruguay, por ejemplo– los procesos para hacer leyes son tardados porque tienen que ser negociados, no impuestos.
La minuta del Senado llegó a la Cámara de Diputados el último día del período ordinario de sesiones. El Senado dispuso de 16 meses para elaborarla, ¿por qué la Cámara de Diputados tendría que haber hecho lo mismo en 16 horas?
Desde la arrogancia de los noticiarios, se afirma que los diputados mandaron al congelador una reforma política que es vital para el país. Si hiciéramos una encuesta entre esos conductores para saber cuánto saben del tema, tenga usted por seguro que ninguno puede enumerar siquiera las reformas que incluye y menos aún demostrar su trascendencia. Entiendo que se ganen la vida como puedan, pero corroer las instituciones de la República, en especial el Congreso de la Unión, es un medio obsceno de sobrevivir.
En la política –y a veces en la vida misma– las palabras suelen tener dos o más significados y por lo general uno es el mensaje textual y otro el real. Cuando hay algo que ganar o perder, como en los tratos comerciales y el discurso político, la capacidad de las palabras para comunicar mensajes distintos deja de ser una cualidad espontánea para convertirse en una herramienta que se puede manejar conforme al interés y las aptitudes de cada quien.
Los intercambios de monólogos disfrazados de diálogo y la manipulación de las palabras en tiempos de crisis son perniciosas y pueden ser muy costosas para la sociedad. Un tema recurrente desde que tengo memoria ha sido el vituperio a los políticos y a la política, tanto en la vida diaria de las personas como en los medios de comunicación. Se pone de manifiesto que los políticos suelen mentir, simular y practicar las más variadas formas de abuso de la autoridad, lo que de suyo es reprobable pero resulta irritante que lo hagan con recursos públicos y con un poder que asumen como propio cuando les es delegado por los ciudadanos en elecciones, que son en el fondo actos de confianza.
Estos fenómenos y muchos más deben ser motivo de debate público, como se habría esperado de la transición democrática. Pero las invectivas, los chismes y las campañas corrosivas contra las instituciones devalúan las palabras y cierran los espacios para la discusión informada de los grandes, terribles problemas nacionales.