El libro Una agenda para México 2012 de Héctor Aguilar Camín y Jorge G. Castañeda surgió de un ensayo publicado en la revista Nexos en 2009 bajo el título más ambicioso de Un futuro para México. La obra propone la discusión de ideas que sin ser originales tienen el atractivo de la audacia; es el caso del supuesto anclaje del mexicano a su pasado, que los autores han convertido en la negación de que la historia de las personas y los pueblos es un requisito para entender su presente.
Aguilar y Castañeda afirman que para hacer los cambios que a su juicio necesita México, se requiere que el gobierno cuente con mayoría en el Congreso pues, dicen, la reforma política de 1996, que trazó los ejes del actual sistema político, se propuso “que nadie [tuviera] mayoría absoluta en el Congreso para que todos [tuvieran] que ponerse de acuerdo”, pero el resultado es que “nadie tiene mayoría absoluta pero nadie se pone de acuerdo”.
La frase es ingeniosa pero falsa, pues en los últimos cinco años las cámaras han aprobado centenares de nuevas leyes y reformas a las existentes, como la fiscal y la petrolera, que el gobierno aplicó mal o torció por la vía de los reglamentos.
Pero lo central es la idea de que el gobierno necesita mayoría en el Congreso para introducir los cambios que México requiere. El problema es definir cuáles son esos cambios. Se supone, no siempre con razón, que cada gobierno tiene un proyecto político nacional o al menos algunas ideas para enfrentar los problemas del país y que sus propuestas fueron decisivas para el triunfo electoral del presidente. De ello se sigue que la victoria electoral le da suficiente legitimidad democrática a las propuestas de ese gobierno.
No es el caso. Primero, porque las campañas se dedican más a “vender” la imagen de los candidatos que a discutir sus propuestas; los debates televisados, que se suelen considerar ejercicios de confrontación de ideas, son en realidad encuentros de lucha libre para solaz de las galerías. En segundo lugar porque hasta ahora, los actos de gobierno que cambiaron el destino del país –el TLCAN o la “guerra contra el narcotráfico”, por ejemplo– ni siquiera se esbozaron en las campañas: fueron decididos por el presidente en funciones. Para cubrir el requisito legal, el Tratado fue ratificado por el Senado cuando las cámaras no eran autónomas, y para declarar la guerra al narcotráfico ni siquiera se cuidó esa formalidad.
Cuando cambian las leyes o las políticas hay un reacomodo de costos y beneficios: unos resultan favorecidos y otros no, y las resistencias al cambio están en los poderes fácticos, no en el Congreso. Por ejemplo, todos admiten que los monopolios obstruyen el desarrollo, frenan el cambio tecnológico y concentran la riqueza, pero nada cambia porque el Estado se ha debilitado, no ejerce rectoría económica ni hace obedecer las normas a los grupos de presión.
En una democracia, la sociedad debe conocer, entender, discutir y eventualmente acordar los cambios pertinentes. Para que eso ocurriera en México, haría falta que los partidos políticos, a través de sus respectivas fundaciones, y el gobierno, a través de sus instrumentos de comunicación, explicaran con claridad casi pedagógica las ventajas, riesgos y costos que reportaría cada propuesta a la sociedad y sus distintos grupos. Sólo que eso exigiría cambiar la cultura de la comunicación política y gubernamental que hoy se vale de la publicidad para arropar las decisiones tomadas, en vez de explicar las opciones para que los ciudadanos asuman una posición informada y razonada sobre cada tema.
El libro menciona algunas reformas que a juicio de sus autores son necesarias y urgentes, como la laboral. Pero se pueden imaginar tantas reformas laborales como intereses en torno a las relaciones entre el trabajo y el capital. En España, el gobierno de Mariano Rajoy decretó una reforma que disminuye en 20% el salario mínimo y permite el despido de trabajadores sin negociación y con indemnizaciones muy mermadas. En Grecia, el parlamento votó una reforma laboral aún más dura e inició el despido masivo de servidores públicos.
También se puede imaginar una reforma laboral que tutele los derechos de los trabajadores, como la que hizo México al aprobar el artículo 123 constitucional y, en 1970, la Ley Federal del Trabajo.
¿Ya no es útil esa legislación? ¿De veras los derechos laborales impiden la inversión y la generación de empleos e inhiben la demanda interna y el crecimiento? ¿Es posible que una reforma laboral estimule por sí misma la inversión y el empleo sin una política económica de crecimiento? ¿Cómo sería esa reforma? ¿Cómo modificaría las relaciones entre el capital y el trabajo? ¿Cómo conciliaría los intereses de los empleados, los desempleados, las empresas, los sindicatos y el gobierno?
La definición de las reformas que “necesita México” es un asunto político y debe hacerla la sociedad con información suficiente sobre las implicaciones de cada opción y con mecanismos de expresión eficientes y ágiles. El poder se legitima en la democracia.