Conocidos intelectuales que colaboran en las páginas editoriales de diarios y revistas coinciden en afirmar que la violencia es culpa de los violentos y no del gobierno. Esta afirmación es impecable pero insuficiente y engañosa. Decir que la violencia es culpa de los violentos es tan válido como afirmar que la tuberculosis es culpa del bacilo de Koch. Ambas proposiciones son verdaderas pero no justifican cualquier cosa que haga el gobierno para combatir a los criminales ni cualquier cosa que haga el médico para combatir la enfermedad.
Siguiendo con el símil, si el paciente tiene cáncer pulmonar y el médico le diagnostica tuberculosis, obviamente le mandará las medicinas y cuidados conocidos para curar la enfermedad diagnosticada. Este error abatirá las defensas del organismo y propiciará que el cáncer se expanda por todo el organismo, y si el médico se empeña en negar su equivocación, aumentará la dosis de medicinas contra la tuberculosis hasta que el paciente se muera.
El gobierno del presidente Calderón sí está combatiendo el narcotráfico pero lo está haciendo mal, a juzgar por la información difundida por su propia oficina. Más de 30 mil muertos, sean sicarios, policías, soldados, marinos, funcionarios, políticos, particulares que pasaban por allí o niños, constituyen en efecto un enorme costo social –sin contar con el dolor y el miedo que no se pueden medir pero que son muy reales– y el pago de ese costo tendría sentido si se hubieran dado algunas condiciones mínimas, que no se dieron.
Subrayo las más evidentes: 1) un diagnóstico correcto y completo del problema del narcotráfico en México; 2) una evaluación objetiva de las capacidades actuales de la fuerza pública frente al fenómeno que se pretende eliminar; 3) un conjunto de metas cuantificadas y calendarizadas que, si bien no tendrían que hacerse públicas, deberían existir como base para evaluar los avances y aplicar oportunamente los correctivos; 4) un programa integral de entrenamiento policiaco y militar, con equipamiento e infraestructura; y 5) una política económica y social hecha para mejorar la calidad de vida de la población y corregir la desigualdad, requisitos indispensables para frenar la constante hemorragia de jóvenes hacia las filas del crimen organizado.
El narcotráfico sí es un gran problema en México, pero su expansión –y la terrible carga de violencia que ha generado– son consecuencias directas de otros problemas que no son prioridades para el gobierno. Menciono tres que están imbricados entre sí: la pobreza, el desempleo y la cultura.
1. La pobreza. Contra el optimismo convertido en recurso político-publicitario por el gobierno, en México hay más pobreza y el programa Oportunidades apenas la mitiga, pero no está diseñado para erradicarla porque no incide en el crecimiento económico ni en la calidad de la educación y, por lo mismo, no genera empleos ni recursos humanos calificados. Varias generaciones de jóvenes no tienen más alternativa que sobrevivir en la economía informal, emigrar, si tienen suerte, a Estados Unidos o incorporarse al crimen organizado, sea como sicarios, vendedores de drogas o informantes.
2. El desempleo. La gran fuente generadora de empleos hasta ahora ha sido la economía informal, en particular el comercio callejero en las ciudades. Esta actividad va desde la venta de refrescos en el Periférico hasta la de programas de computación piratas en las calles o en puestos semifijos. El ambiente en que se produce la informalidad propicia la degradación de las personas –mendicidad, prostitución de jóvenes y niños, consumo de drogas, alcoholismo– y fomenta el crimen organizado que es el principal abastecedor de mercancías robadas, contrabandeadas o piratas. Los niños y jóvenes que han nacido y crecido virtualmente en la basura, son candidatos a integrarse a las filas de los grupos criminales en cualquiera de sus modalidades.
3. La cultura. La conjunción de pobreza, degradación e inexistencia de oportunidades frente al bombardeo multidimensional de formas de vida fundadas en valores como el individualismo a ultranza, el dinero y el poder, y en instrumentos como el teléfono celular, han fortalecido la cultura de la inmediatez y el egoísmo a ultranza y han demolido valores como la solidaridad, el respeto a las personas, las instituciones y las leyes, el patriotismo. Estos valores se manifiestan en una cultura disgregadora y autodestructiva que induce a los jóvenes a preferir una vida breve, incluso muy breve, pero plena de consumo, emociones y sexo, en vez de una larga vida de privación y frustraciones. Contra la cultura humanística y nacional, se nos está imponiendo una cultura hecha de plástico y narcocorridos frente a la cual la escuela pública está postrada.
Por otra parte, el combate a las organizaciones de narcotraficantes tiene dos dimensiones.
La primera es perseguir y sancionar a grupos cuyas actividades violan las leyes mexicanas, afectan gravemente la seguridad pública, generan otras modalidades delictivas como la extorsión, el tráfico de armas, el tráfico de personas, y propician el consumo de drogas especialmente entre los jóvenes, con lo que provocan un grave problema de seguridad pública. Estos y otros daños que causan los cárteles de la droga en México justifican su combate por parte del Estado.
La segunda dimensión del combate al narcotráfico, de la que poco se habla, es disminuir el ingreso de drogas a Estados Unidos a través del territorio mexicano. Este fin –lícito, sin duda– no debería ser un objetivo exclusivo del gobierno mexicano ni sus costos deberían ser cubiertos únicamente con recursos públicos mexicanos. Mientras más fuerte sea el combate al narcotráfico en nuestro territorio, nuestro cielo y nuestras costas, menor será el ingreso de drogas a Estados Unidos. En otros términos, en el combate al narcotráfico, México ha puesto el dinero y los muertos y Estados Unidos, a través del mezquino y condicionado Plan Mérida, ha contribuido de manera muy marginal a resolver uno de sus principales problemas de salud pública.
El gobierno mexicano no puede asumir la tarea de abatir por sí mismo un segmento del narcotráfico visto como un problema supranacional. Intentarlo ha tenido elevados costos humanos y económicos y magros resultados. No se puede ni se debe ceder el país a los delincuentes. Por eso el combate eficaz a esta modalidad delictiva requiere una completa, previa y permanente coordinación entre los países productores de drogas, los países por donde transitan los cargamentos –los centroamericanos y México– y el país al que se destinan esos cargamentos: Estados Unidos.
Dejémonos de silogismos elementales y engañosos. México, el país más lastimado por el narcotráfico, debería promover un programa multinacional de largo plazo para combatir el tráfico de drogas, armas y personas, que respetara las soberanías de todos los países participantes pero estableciera responsabilidades y compartiera costos.