Gabriela Rodríguez
Muchas veces me he preguntado: ¿qué pasa por la mente de un pedófilo? ¿Qué placer especial encuentra en abusar y violar a una persona menor? Me queda claro que estas cuestiones todavía no tienen respuesta, al menos en el campo del conocimiento científico; como dice Jeffrey Weeks: cuanto más hábiles somos para hablar de sexualidad, mayores son las dificultades que encontramos al tratar de comprenderla. Y esto no se debe a que el sexo sea intrínsecamente malo, sino ”al hecho de que es un crisol de sentimientos poderosos”, la experiencia sexual es muy subjetiva (Sexualidad, Paidós/UNAM, México, 1998).
Las opiniones recientes de Felipe Arizmendi son una aportación testimonial que de alguna manera nos acerca a los sentimientos y a la idea de sexualidad de un adulto que ha hecho voto de castidad y que siente una poderosa atracción sexual hacia los niños: ”Ante tanta invasión de erotismo no es fácil mantenerse fiel tanto en el celibato como en el respeto a los niños” y señaló que con el uso de Internet, donde circula la pornografía, es difícil que los curas y cualquier persona se mantengan célibes y fieles:
”Cuando hablamos de libertinaje sexual generalizado que tenga que ver con la pederastia no es que queramos culpar a la sociedad o quitarnos las culpas que podamos tener, sino reconocer la liberalidad sexual del mundo en general que ha disminuido las fuerzas morales con las que tratamos de educar a los jóvenes en los seminarios. Ante tanta invasión de erotismo no es fácil mantenerse fiel tanto en el celibato como en el respeto a los niños” (Milenio, 20/4/10).
El obispo de San Cristóbal de las Casas se refiere al erotismo como una invasión, como si fuera un ataque ofensivo que viene del exterior y que es necesario detener, frente al cual hay que defenderse porque viene a pelear con las armas de la pornografía y de Internet, a contender contra otra fuerza, un impulso casi irresistible que viene del interior y que parece ser el deseo: el deseo sexual hacia los niños, impulso tan irresistible que impide ser respetuoso, aun con los menores de edad. Esta última idea es la más peligrosa y es digna del mayor escándalo social: la incapacidad de satisfacer el deseo respetando al otro, la imposibilidad de reconocer que en las relaciones sexuales hay otra persona, otro ser humano que tiene sentimientos y deseos propios, que tiene derecho a decidir.
Por si fuera poco, las declaraciones de Arizmendi fueron más amplias: cuestionó los libros de texto de educación sexual porque en vez de dar una educación moral sólo dan información sexual genital. No me quiero imaginar lo que se lograría si la Secretaría de Educación Pública introdujera las ideas de sexualidad de Felipe Arizmendi: habría que quitar los valores de respeto, libertad y solidaridad que fueron introducidos en los programas y los libros de texto de Ciencias y de Formación Cívica y Ética, apenas en 1998; además, habría que dejar de explicar los órganos sexuales de las niñas y los niños, a fin de que no se enteren de qué maneras los pueden violar.
Así debe pensar también el padrastro que violó y embarazó a su hijastra de 10 años de edad en Quintana Roo, y debe coincidir con la titular estatal del DIF, Lizbeth Gamboa, quien en vez de respetar a la chiquita, de darle atención sicológica y de hacerle ver (a ella y a su madre) que tiene derecho a interrumpir el embarazo; de continuarlo o darlo en adopción, sencillamente se le está obligando a ser madre del hijo de su violador.
¡Qué bueno que en la ciudad de México existe el derecho a la interrupción legal del embarazo desde hace tres años! En especial, el aborto con medicamentos es ejemplo de democratización en la relación médico-paciente: el doctor entrega el poder a las mujeres para que tomen en casa el medicamento con el apoyo de familiares y de una buena consejera, de un centro telefónico en caso de urgencia, y con acceso a una red de hospitales adonde puede acudir. Un servicio que se ha diseñado con base en el respeto a las mujeres, incluyendo a las menores.