Gabriela Rodríguez
En ocasión del Día Internacional contra la Homofobia, que se celebró el pasado 17 de mayo en más de 50 países del mundo, cabe recordar que esa fecha fue fijada para conmemorar el mismo día, pero de 1990, que la Asamblea General de la Organización Mundial de la Salud suprimió la homosexualidad de la lista de las enfermedades mentales. El sentido simbólico de ese acontecimiento no es superficial, sino todo lo contrario: significó la institucionalización y legitimación del derecho a la igualdad de quienes experimentan la orientación sexual hacia personas de su mismo sexo. Sin embargo, su instrumentación en las políticas públicas de México ha sido un proceso extremadamente lento.
Solamente los estados de Oaxaca, Tabasco y Quintana Roo, así como el Distrito Federal, han instaurado el 17 de mayo como día contra la homofobia. Hay que destacar que únicamente en la capital del país dicha conmemoración ha avanzado más allá del discurso. La ciudad de México es la única de América Latina donde el matrimonio entre personas del mismo sexo y la adopción de menores es una opción legal. En esta capital ya no sólo se reconoce, sino que se ejercita el derecho a la igualdad, al matrimonio, a la maternidad y a la paternidad, y dejan de ser excluidas las comunidades de lesbianas, gays, bisexuales, travestis, transexuales, transgéneros e intersexuales (LGBTTTI). Tal vez por eso nos quieren estrangular a los chilangos, cuando panistas y priístas apoyan leyes locales y demandas antiaborto y antimatrimonio gay.
Porque la homofobia no es solamente una enfermedad siquiátrica que se expresa como odio o discriminación contra las personas que integran la diversidad sexual, es también una expresión de opresión cultural relacionada con el género y la sexualidad. Los individuos nacen sexuados, pero sin género, y son después construidos como masculinos o femeninos. Paradójicamente, desde bebés se oculta el sexo, y al mismo tiempo cada cultura despliega sofisticadas vestimentas para marcar las diferencias de género, después las normas prescriben formas masculinas y femeninas de moverse y jugar, de gesticular y hablar, de expresar o negar los sentimientos, de bailar y actuar, de negociar y trabajar, y hasta de comer y satisfacer los deseos sexuales. La sexualidad es resultado de prácticas sociales que dan significado a las actividades humanas, y es producto de luchas y negociacio- nes entre quienes tienen poder para reglamentar y quienes se resisten. Todos y todas crecemos luchando frente a imposiciones que regulan nuestro comportamiento en la casa, en la escuela, en la calle; aunque en principio todos y todas lo que deseamos es amar, ser amados y hacer lo que nos gusta. Bien dice Judith Lorber que “para el individuo el género es semejanza y para la sociedad el género es diferencia” (Paradoxes of Gender, Yale University Press, 1994).
En el fondo, la homofobia es la imposibilidad de aceptar las necesidades semejantes que tenemos todos los seres humanos, y se expresa como “desprecio a lo femenino”; por eso sus principales víctimas son los hombres gay y bisexuales. ¡Se parecen tanto a las mujeres! Pero también son víctimas las lesbianas, los travestis, transexuales, transgénero e intersexuales, quienes no ocultan su “feminidad”; los y las heterosexuales no somos inmunes. El odio ha llegado a múltiples ejecuciones con saña para quienes no parecen ser “suficientemente hombres”. La comunidad LGBTTTI considera grave el decreto calderonista, porque desvirtúa el sentido de la lucha contra la homofobia, al cambiar el título por el del “Día de la Tolerancia y el Respeto a las Preferencias”, y no llamar las cosas por su nombre.