Ni en sus sueños más locos Aaron Torres imaginó que algún día podría operar a un paciente sin tocarlo. “¡En aquella época era inimaginable, ciencia ficción pura!”, admite este médico de 60 años de edad con especialidad en urología y oncología.
Hacer realidad esta fantasía se lo debe a Da Vinci, el primer robot que permite realizar una intervención quirúrgica a distancia; llegó a México en 2013 y juntos han realizado (en un lapso de seis meses) 40 intervenciones a enfermos diagnosticados con cáncer de próstata, enfermedad mortal en la población masculina. “A veces me preguntan si es como jugar Nintendo; sí, es muy parecido, porque mueves el aparato con tres dedos y éste repite tu movimiento. Me han preguntado si Da Vinci opera bien. Yo les digo: ‘No, el aparato no opera solo, es un servidor del cirujano, una extensión de mis manos’”, aclara.
Aunque es un robot, este equipo de cirugía no tiene características humanoides. Su estructura se compone de tres módulos, siendo el principal su carro quirúrgico, que contiene cuatro brazos robóticos, mismos que Torres describe como una especie de araña o pulpo que se coloca sobre el paciente. Cada brazo tiene microherramientas tales como pinzas, tijeras, cortaagujas y cámara de video tridimensional de alta definición. En conjunto todos —literalmente— entran al paciente para —en sentido figurado— transformarse en las manos y ojos del cirujano. En términos científicos, este nuevo método deja la paroscopía en segundo plano.
¿Cómo entran los brazos del robot al cuerpo del paciente? Gracias a cuatro incisiones que el médico realiza en el abdomen. Cada una es tan pequeña que para su cierre requerirá, si acaso, un punto de sutura, por lo que la cicatriz será muy pequeña. Para que los brazos robóticos se muevan en conjunto e imiten los movimientos de mano del cirujano, éste deberá permanecer sentado en el segundo módulo de Da Vinci (llamado carro de visión), que es muy similar a una cabina de videojuego. El resultado es impresionante y, aun presenciándolo, se requieren minutos para comprender su funcionamiento.
Con un visor 3D conectado a la cámara de video, el médico puede ver qué hace dentro del paciente, ya que las piernas de Torres realizan diversas funciones con los pedales: corta, coagula y mueve la cámara según requiera.
En tanto sus manos trabajan con un juego de pinzas y clutch que mueve con dedos y muñecas; esto permitirá que cada movimiento suyo se reproduzca en el carro quirúrgico, a escala, en tiempo real. “¡Es como aprender a manejar un carro! Prácticamente no hago nada de lo que hacía antes y esto es algo muy interesante, porque ha cambiado el enfoque de la cirugía. No hay avances en grandes técnicas, pero sí el refinamiento de éstas”, asegura.
El tercer y último módulo es una torre de visión conformada por dos pantallas de video, donde un equipo de enfermeras, dos médicos y un anestesiólogo observan la cirugía mientras están pendientes de las necesidades externas de Torres. En el quirófano está presente también un ingeniero, responsable del correcto funcionamiento de todo el cableado y las conexiones de fibra óptica que hay entre el cerebro de esta máquina (equivalente a 20 laptops) y el carro de visión. Cualquier falla interrumpiría la cirugía irremediablemente.
A ritmo de Sinatra
Aaron Torres aprendió a manejar a Da Vinci tras 25 horas de entrenamiento, pero en realidad su experiencia profesional está basada en las mil 850 operaciones que realizó dentro de su especialidad, sin contar su tiempo como investigador y académico. “Lo uso porque es un avance para el paciente y como médico tienes la obligación de estar a la vanguardia. Cuando lo vi por primera vez me sentí muy emocionado y aunque su tamaño y responsabilidad te impone, después creas una danza armónica entre los movimientos del cirujano y la docilidad del robot”, describe.
Días antes de una cirugía, planea cuidadosamente lo que la máquina no puede resolver: dónde hacer las incisiones, desde qué ángulo, para hacer qué. Resuelto esto, visualiza diversos escenarios médicos y verifica que su iPod esté listo para el quirófano. “Traigo música para dos semanas y media”, dice riendo, “desde Frank Sinatra hasta Tony Bennett y algo de clásica. Sin ella me pongo tenso, escucharla me relaja, me ordena mentalmente en lo que estoy haciendo, puedo crear mi mundo sin que nada me distraiga”, reconoce.
Después de cuatro horas, la intervención concluye exitosamente; el paciente podría caminar y comer por la tarde, irse al día siguiente a su casa y volver al trabajo en dos o cuatro días. “Esto me lleva a la segunda reflexión”, adelanta el oncólogo, “después de Da Vinci, ¿qué sigue? La verdad es que no lo sé ¡Pero ya nada me sorprende!”.
Milenio