Cuernavaca se convirtió ayer en la capital moral de un país harto de la violencia y que reclama el derecho a la vida, a la seguridad y al porvenir de las personas, las familias y la sociedad.
La gente de esa ciudad se organizó en muy pocos días para manifestar su repudio a la barbarie que se está filtrando por todos los espacios de nuestra vida. Por las redes sociales se diseminó la idea de organizar manifestaciones similares en otras ciudades y a la misma hora.
No sé de dónde ni cómo surgió la iniciativa. Una explicación es que muchos nos vemos reflejados en Javier Sicilia y su familia y sabemos que la muerte ronda nuestras casas y acecha a nuestros hijos.
Se ha hecho intolerable la incapacidad del Estado para cumplir su función principal, la que le da sentido: garantizar la seguridad para la vida y el patrimonio de las personas y exigir la obediencia de todos a las leyes.
Precisamente para eso tiene el monopolio de la fuerza legítima. Para eso la Constitución y las leyes otorgan facultades y atribuciones a los funcionarios públicos y los ciudadanos les delegamos el poder. Para eso fueron creadas las instituciones de seguridad pública y justicia y pagamos impuestos. La gente está horrorizada por lo que está sucediendo y no hace falta levantar una encuesta para saber que muchos hemos hecho nuestras algunas de las frases más indignadas de Sicilia.
La rabia, el miedo y la indefensión marcharon ayer en Cuernavaca y en la Ciudad de México, Ciudad Juárez, Puebla, Manzanillo, Saltillo, Guanajuato, Guadalajara, Monterrey, Xalapa, Mérida, Aguascalientes, Cancún, Chihuahua, San Luis Potosí, Reynosa, Toluca, Torreón, Oaxaca, Tuxtla Gutiérrez, Tlaxcala, Córdoba, Colima, Pátzcuaro, Querétaro, el puerto de Veracruz, así como en Barcelona, Buenos Aires, París y Nueva York, San Antonio, Toronto, Otawa, Vancouver, Copenhague y tal vez otras ciudades.
Marchó ayer la indignación porque los hombres y mujeres comunes y peor aún, nuestros hijos, estamos indefensos frente a la locura de los delincuentes y la complicidad de las autoridades y la policía. El reconocimiento de que las instituciones no funcionen o lo hacen mal o se vuelven contra nosotros.
Los manifestantes no pretendieron conmover a los asesinos ni creo que buscaran convencer al presidente de que haga su trabajo de otra manera. Ayer mismo, por la mañana, el presidente de la República recibió a Javier Sicilia y no sé qué le pudo haber dicho; lo que sí sé es que Calderón no rectifica, no corrige porque tiene una fe ciega en sí mismo y en sus instintos. Es obcecado aunque sus aduladores aplaudan su tenacidad.
Quiso ser presidente de la República cuando Vicente Fox había decidido que lo fuera Santiago Creel, y lo logró. Empezó su campaña con cuatro o cinco puntos de popularidad en las encuestas y alcanzó a su rival de entonces, Andrés Manuel López Obrador y le ganó las elecciones por una ventaja mínima, pero ventaja. Declaró la guerra al narcotráfico para legitimarse, y lo consiguió. Cree que esta guerra lo ha convertido en líder nacional y adalid de la lucha contra el mal, y nadie lo va a convencer de lo contrario, ni siquiera la realidad. Los muertos, las familias enlutadas, las poblaciones abandonadas, la ausencia del Estado de Derecho en amplios territorios del país son, para él, daños colaterales.
¿Se acuerda usted de la campaña publicitaria de 2006 que presentaba a López Obrador como un peligro para México? No sé si lo era, pero supongo que quienes así lo creyeron, votaron por el candidato del PAN pensando que con él en la presidencia no pasaríamos por pesadillas como la que estamos sufriendo.
La sociedad está indignada. Si las manifestaciones se multiplican y se prolongan por semanas o meses, quizá el gobierno organice una reunión nacional con Javier Sicilia, Alejandro Martí y otros líderes sociales en espera de que las protestas se disipen y los medios centren su atención en otros temas. Al final, Calderón espera salir ganando “haiga sido como haiga sido” y pasar a la historia como el presidente que se enfrentó al narcotráfico y el crimen organizado.
Javier Sicilia ve las cosas de otra manera: “Estamos hasta la madre de ustedes, políticos –y cuando digo políticos no me refiero a ninguno en particular, sino a una buena parte de ustedes, incluyendo a quienes componen los partidos–, porque en sus luchas por el poder han desgarrado el tejido de la nación, porque en medio de esta guerra mal planteada, mal hecha, mal dirigida, de esta guerra que ha puesto al país en estado de emergencia, han sido incapaces –a causa de sus mezquindades, de sus pugnas, de su miserable grilla, de su lucha por el poder– de crear los consensos que la nación necesita para encontrar la unidad sin la cual este país no tendrá salida […]”.
Supongo que cada político piensa que Sicilia no se refirió a él, sino al vecino. Que su carta es sólo el desahogo de un poeta embargado por un dolor que pasará.
Pienso en el gobernador Marco Antonio Adame. Me imagino que está muy preocupado, pero no por lo que ha ocurrido a las familias de los siete asesinados, sino por los daños que pueden causar las protestas sociales a su gobierno y a él en particular. No dudo que esté pensando cómo crear la percepción de que él no tiene la culpa sino que es un aliado de la “sociedad civil”, pues dice el presidente Calderón que las percepciones importan más que los hechos.
Supongo que los colaboradores cercanos del gobernador están buscando los argumentos más convincentes para rehacer su imagen y los “creativos” de las agencias de publicidad a su servicio están armando los espots más eficaces para calmar los ánimos. Cuando sus expertos en control de daños lo estimen oportuno, saldrá a decir que su gobierno capturará a los asesinos y hará que caiga sobre ellos “todo el peso de la ley”. Y tal vez hoy mismo o la semana próxima hayan caído tres o cuatro delincuentes, pero nadie garantiza que sean los que mataron al joven Sicilia y sus amigos.
La guerra del presidente Calderón se ha vuelto contra nosotros y va a seguir cuando menos por siete u ocho años más, advirtió ayer Genaro García Luna. Y yo digo que puede seguir por varias generaciones y el gobierno de México no acabará con un fenómeno criminal supranacional.
Si la guerra no se librara en territorio mexicano con muertos mexicanos, el problema se trasladaría a Estados Unidos y dudo que ellos movilizaran a su ejército y sus marines para combatir a los delincuentes, como no lo han hecho con las empresas que almacenan y distribuyen las drogas hasta llegar a los consumidores y luego introducen las ganancias en los flujos financieros normales. Llevamos cuatro años haciéndole el trabajo sucio a la DEA.
En México operan varias o muchas organizaciones de narcotraficantes y el gobierno no puede permitirlo, pero el Estado no tiene derecho a sacrificar a la población civil en aras de combatir a los delincuentes. Lo que exigieron las manifestaciones de ayer es que se haga bien lo que se está haciendo mal, pues ha aumentado el consumo de drogas y se ha creado un clima de inseguridad y miedo que sólo encuentra parangón en tiempos de guerra civil.
Nuestros jóvenes tienen derecho a vivir, a estudiar, a trabajar, a divertirse, a construir sus vidas, y el Estado no sólo ha sido incapaz de garantizarles esos derechos, sino que ha contribuido a que se violen. Se han perdido vidas humanas y se han truncado destinos personales como el de Juan Francisco Sicilia, sus amigos y los miles de muchachos y muchachas inocentes cuyos nombres pasaron efímeramente por los medios y hoy son sólo parte de una cifra.
En las ciudades pululan grupos de jóvenes que han sido excluidos de dos instituciones básicas de la sociedad: la escuela y la economía formal. Se han quedado a la vera del camino, y en los márgenes está la delincuencia. El crimen organizado sí tiene lugar para los excluidos: los más fuertes y arrojados son entrenados como sicarios, otros forman los enjambres de vendedores de drogas al menudeo.
Los ejércitos del narcotráfico están formados por los jóvenes que no tienen un lugar en el México formal. Son asesinos como resultado de la exclusión. Son temibles porque ya lo perdieron todo o nunca tuvieron nada, pero han visto en la televisión que hay gente con automóviles, prestigio y todo aquello que parece comprar el dinero.
El gobierno dice que la mayor parte de los muertos son criminales y eso me hace pensar que si tuviera suficiente capacidad de fuego, acabaría con todos los que quedan vivos, eliminaría a balazos al crimen organizado y de paso reduciría la marginación social. Por fortuna “toda la fuerza del Estado” no alcanza para eso. O no todavía.
No tengo esperanzas de que el actual gobierno cambie su estrategia, pero sí esperaría que la gente considere lo que está pasando cuando vaya a votar. Y que el próximo presidente asuma otras prioridades: la paz interior y la equidad social: la vida por encima de la muerte.