El discurso de respuesta de la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo cumplió con los requisitos de Estado, pero le faltaron dos temas: reconocer que el reclamo de la Casa Blanca –no solo de Donald Trump– se sustenta en una crítica directa –aunque a posteriori— al modelo de seguridad del presidente López Obrador 2018-2024 de “abrazos, no balazos” y el fortalecimiento del crimen organizado en ese periodo en cuanto menos 28 estados de la República.
La crítica de la presidenta mexicana a la relación directa armerías-crimen organizado mexicano también fue muy certero en el señalamiento del acopio de armas de organizaciones delictivas mexicanas, pero le faltó reconocer que no hay ninguna estrategia directa que ese contrabando ingresa a México por la corrupción de las áreas aduanales y de seguridad mexicana; y si hubiera querido ser más directa, pudo haber señalado con razones que han sido ya reveladas en medios que el contrabando de armas es un método militarizado del Gobierno de Estados Unidos para generar inestabilidad en otros países.
La estrategia lopezobradorista de seguridad en el tema del narcotráfico fue producto de un análisis que respondió a las circunstancias del momento: lanzar una guerra contra cárteles y capos hubiera generado nuevamente saldos negativos para la población, por lo que optó por el modelo conocido ya como pax marca o gobernanza criminal. Se trata de un entendimiento –no pacto ni acuerdo– para permitir actividades delictivas en zonas territoriales de la soberanía de seguridad del Estado mexicano, a cambio de que esas organizaciones no cometan crímenes ni generen mayor violencia delictiva.
El fracaso de esta estrategia de López Obrador, que sin duda los analistas de Washington ya procesaron, está en las cifras: 120,463 homicidios dolosos en el sexenio de Calderón, 156,066 en el de Peña Nieto y 199,970, datos de TResearch International que comprueban que no hubo compromiso criminal y la estrategia no dio los resultados esperados.
Los datos que revelan los mapas del crimen organizado en México señalan que solo en dos de las 32 entidades de la República no hay presencia violencia criminal, es decir, más del 93% del territorio se encuentra agobiado por la presencia activa de cárteles y organizaciones criminales no solo del narcotráfico, pero casi siempre derivados de esta práctica clandestina.
Y hay dos pruebas contundentes sobre la estrategia de seguridad que por razones conocidas están en el escenario de la violencia cotidiana: la crisis en Guanajuato bajo gobiernos del PAN y sus cárteles locales y el colapso sinaloense de inseguridad, de ingobernabilidad y de inestabilidad por la crisis interna en el Cártel de Sinaloa y sus alianzas confesadas con el gobierno de Rubén Rocha Moya.
Ningún gobierno en funciones –obvio: ni Estados Unidos ni México– vas a reconocer resultados negativos propios y siempre culpará a los demás bajo el modelo sartreano de que “el infierno son los otros”. Demasiado tarde pero acertada la forma en que la presidenta Sheinbaum le restregó en la cara al presidente Trump y al bloque de poder de la Casa Blanca que la droga se produce y se trafica hacia Estados Unidos porque hay adictos que le exigen, y hubiera sido muy astuto y provocador haber manejado cifras de consumo en la sociedad americana, pero también fue muy obvio la no aceptación presidencial mexicana de que los cárteles se fortalecieron por la estrategia de “abrazos, no balazos” de la administración de López Obrador.
Los cuatro primeros meses de gobierno de la presidenta Sheinbaum han tratado de corregir la deficiencia heredada en la relación cotidiana del crimen organizado con el Estado sin marcar una ruptura, partiendo de la obviedad de que no se puede pasar de un día para otro o de un gobierno a otro abriendo fuego contra las organizaciones delictivas; la estrategia del secretario Omar García Harfuch de descansar en la información de inteligencia y potenciar las nuevas actividades de seguridad de su dependencia es certera, pero tardará un poco en tener el mapa de relaciones políticas, económicas, sociales y de poder de los cárteles y organizaciones delictivas y quizá un poco más en elaborar estrategias de confrontación para el desmantelamiento de esas estructuras del narcopoder. Una de las razones está a la vista: la complicidad político-criminal que sostiene el gobernador sinaloense Rocha Moya, a pesar de haber confesado al columnista Salvador García Soto, de El Universal— de que pactó su nominación con el Cártel de Sinaloa.
La ofensiva de la Casa Blanca y la respuesta mexicana no serán puntos de partida para llegar a un acuerdo.
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Política para dummies: la política es estrategia de Estado, no solo complicidad.
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