Mis dos centavos
“Nosotros pensamos en los usuarios…”
Erasmo Medina
Me levanté como todas las mañanas, me cepillé los dientes y me bañé, salí corriendo –como todas las mañanas– y me fui directo a esperar mi camión.
Lo vi venir, bajaba por esa pendiente de la calle, cuando metí la mano al pantalón para sacar lo del pasaje, se detiene, me subo “son siete pesos” me dice.
Le pagué en lo que recuperaba mi aliento, la tarifa dejó de ser cuatro con cincuenta para fijarse en siete pesos, que cambios tan inesperados, pero acostumbrado uno ya a las decisiones improntas del gobierno del Estado, me dije, llegaron a un acuerdo en lo oscurito de algún hotel barato.
Uno a uno se iban subiendo al lujoso camión, mientras yo me decidía en qué lugar sentarme, si ocupar alguna plaza de plástico, en aquellas sillas rotas de la esquina o las que no tienen ya su cojín, o también si sentarme a orillas de una ventana que no abre o de la que no tiene cristales, decisión realmente no tan difícil pues con la lluvia, uno decide cubrirse lo más posible, y así fue, asiento de plástico junto a la ventana no se puede abrir, pero que tiene los señalamientos de salida de emergencia.
Escuchaba murmullos, que subió el pasaje, todo esta muy caro, ya no se vale, todo está subiendo; unos justificaban, otros reprochaban al conductor, mientras yo veía las gotas de lluvia caer sobre mi ventana.
El conductor, a pesar de alguna mentada recibida, ni se inmutó “es decisión de los jefes doña” se abstuvo a decir, mientras seguía su paso a cinco kilómetros por hora, lo más rápido que puede ir para ver si algún pasajero se retrasa.
Y a esa gran velocidad, lo único que veía era a los vecinos de banca, desesperados por llegar a tiempo a sus trabajos, suspiraban, veían el reloj, jugaban con el celular, le subían el volumen a su ipod, movían con clara desesperación su pierna derecha…luego la izquierda, en fin parecía una sinfonía de desesperación.
Y mientras yo me unía al equipo de los que movían sus piernas, el chofer decidió sacar su lujoso celular y empezó a hablar con su novia, concubina, pareja, amante o esposa, para decirle que apenas iba saliendo, que la vería un poco más tarde, porque en ese momento, todos estaban un poco molestos con los siete pesos del pasaje.
Y seguía en su llamada, sin importarle los baches que pasaba y que te dan una sesión de quiropráctica, en el mismo camión. Y fue ahí donde me dije, este autobús es de lujo, te dan masaje y se preocupan por tu cultura musical, pues apenas terminó su conversación telefónica, el conductor, encendió la radio con algunos buenos narcocorridos.
Cuando llegamos a uno de los cruceros más importantes de la ciudad, se dio cuenta de la hora, mientras algunos pasajeros aprovecharon para seguir recordándole a su mamacita a nuestro flamante conductor, que lo único que decía es “dígaselo a los jefes”.
Nos tocó el verde y cuando apenas iba bajando un joven, el chofer pisó el acelerador y decidió que era tiempo de correr, salió presuroso, comenzó a competir con su colega, le aceleraban, esquivaban otros autos como si fuesen copia del mismo Schumacher, y la meta era llegar primero a alguna parte, ya no vi el final.
Pero corrían y ya no se detenían en las paradas, no les importaban los usuarios, era una carrera a muerte, pero pues así es el sistema de transporte, y cuando pude y como pude, me bajé, brinqué, di gracias de estar en piso firme y cuando estaba aumentando de nuevo la velocidad, se la menté a lo que el chofer todo pulcro me respondió “chaaa”.
Y mientras caminaba a mi oficina, me dije ahora comprendo por qué el aumento, si para que los choferes se vuelvan inmunes a las mentadas, hace falta meterle mucho, pero mucho varo.
Argel Ríos
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