En medio de la acumulación de datos sobre problemas de imagen política, de ética, de responsabilidades escondidas, de una furia social contra la forma de ejercicio del poder y de desmoronamiento de la confianza en las instituciones, las evidencias más claras indican que el sistema político priísta ya no funciona para garantizar las tres condiciones de una democracia: desarrollo, estabilidad y gobernabilidad.
Fundado por los jefes revolucionarios en el periodo 1914-1946 –del derrocamiento de Victoriano Huerta por Carranza hasta la fundación del PRI–, el sistema político funcionó como el entramado de experiencias progresivas acumuladas de Santa Anna, Juárez y Díaz y de funcionalidades basadas en la legitimidad social de los gobernantes.
El sistema estuvo sostenido por seis pilares fundamentales: el presidente de la república, el PRI, el Estado de bienestar, los acuerdos y entendimientos con sectores fuera del sistema, la cultura política como ideología oficial o pensamiento histórico y las reglas no escritas.
Y el sistema fue la estructura interna del aparato de poder mexicano: el modelo de desarrollo, el Estado priísta y el pacto constitucional.
Nada de eso funciona ahora. El presidente de la república desde 1988 es factor de disenso; la base electoral del PRI es de apenas 25%; la tasa de crecimiento económico de 2.2% promedio anual desde 1983 ha provocado que sólo el 20% de la población total (cifra de Coneval) viva en condiciones de no marginación ni pobreza; los aliados leales al sistema han pasado a la zona de búsqueda de la alternancia; el fin de la Revolución Mexicana que decretó Carlos Salinas en 1992-1993 con el tratado comercial dejó al sistema sin legitimidad histórica; y las delaciones de corruptelas liquidaron los acuerdos de las viejas reglas de la estabilidad.
El sistema político quedó herido de gravedad en el 68 y desde entonces ha buscado sólo la sobrevivencia decreciente. El proceso de democratización se desvió hacia la estridencia en las redes cibernéticas sin reglas ni autocontroles. El sistema de partidos entró en colapso por la fragmentación del voto, la ausencia de propuestas programáticas e ideológicas y la despartidización de la ciudadanía.
El sistema político ya no funciona como mecanismo de estabilización política, sino que ha llegado a ser el problema. La oposición que pasó a la alternancia en 1989 tampoco ha entendido la dimensión de la crisis y sólo quiere llegar al poder para administrar la crisis a su favor, como lo plantean con miras al 2018 el PAN y López Obrador. Y en el PRI existe una condición de supervivencia.
Sin una alternativa –fase superior de la alternancia–, el país seguirá lidiando con el corto plazo, comprando minutos de ventaja. Los casos de Yarrington, Duarte y el fiscal del gobierno priísta de Nayarit obligan al PRI a un replanteamiento general de su existencia, pero parece que irá al 2018 para tratar de aparecer como la opción menos aventurera y confiado en su estructura electoral.
La crisis del sistema político no es nueva, aunque sí tiene hoy datos que explican las tres crisis políticas de una fase de agotamiento del sistema/régimen/Estado: gobernabilidad, gobernación y gobernanza. La clase gobernante –gobierno y oposición, al margen de las siglas– no garantiza la estabilidad para el crecimiento y la oposición no es alternativa, y todos sólo anhelan el poder, el vulgar poder.
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@carlosramirezh