Si bien la democracia se acredita en el sistema electoral mexicano con el número de votos y ejerce el poder el que más votos acumule, no por ello se debe cerrar los ojos a una gravísima crisis de legitimidad: en los hechos gobierna una minoría-minoritaria.
El sistema de representación política aparece distorsionado. Los datos son reveladores y sorprendentes: el PRI sacó en las elecciones legislativas federales del 2015 el 29 por ciento de los votos pero pudo acumular 203 diputados y tener el 40 por ciento de las bancadas. Y con el añadido de sus aliados, Partido Verde y Panal, el PRI logró la mayoría absoluta de 52 por ciento.
El problema no es del PRI sino del sistema electoral. El modelo de los plurinominales de 1977 sustituyó a los diputados de partido, aunque deformó el sistema de representación política. Los diputados de partido de junio de 1963 buscaron que la oposición no ganara distritos electorales pero tuviera 5 diputados por cada 2.5 por ciento de votos y uno más por cada 0.5 por ciento adicional hasta un máximo de 20. La reforma de 1977 metió los pluris pero también le cedió espacios al PRI porque ya preveían desde entonces una declinación de su votación.
El problema de fondo radica en que los bajos porcentajes de representación implican indicios de crisis de legitimidad. Los datos con cifras de junio de 2015 son reveladores:
1.- El PRI tiene la mayoría en la Cámara de Diputados, pero su 29 por ciento de votos representa el 14 por ciento de los votos del padrón electoral y el 9.6 por ciento del total de la población mexicana-
2.- El 21 por ciento de los votos del PAN representan el 10 por ciento del padrón electoral y el 6.9 por ciento de la totalidad de la población.
3.- El 10.8 por ciento de los votos del PRD son apenas el 5.1 por ciento del padrón y el 3.6 por ciento de la población total.
4.- Y el 8.4 por ciento de Morena de López Obrador, quien decide más en el espacio mediático que con apoyo electoral, representa el 3.9 por ciento del padrón y el 2.7 por ciento de la población total.
En suma, el poder legislativo federal, donde se deciden las leyes, se maneja por legisladores que representan el 47 por ciento del padrón electoral y apenas el 33 por ciento de la población total. Así, un tercio de la élite política decide por el 100 por ciento de los mexicanos.
La culpa, ciertamente, es de la sociedad mexicana con su apatía electoral y su repudio al sistema de partidos. Una media de participación electoral aceptable debería ser del 75 por ciento de los votos. El voto en presidenciales en el periodo 1970-2012 osciló entre 52 por ciento en 1988 (Salinas-Cárdenas) y 74.8 por ciento en 1982 (colapso económico). En el 2015 la población en elección legislativa fue de 47.7 por ciento.
Los porcentajes de votación a favor de los partidos también han bajado: en el 2012 el PRI sin el Verde acreditó el 32 por ciento de los votos y las tendencias electorales en promedio para las doce gubernaturas indicarían sólo un 26 por ciento y esta cifra podría reproducirse en las presidenciales del 2018.
Los partidos ejercen el poder con menores votos acreditados, lo cual le reduce legitimidad a sus decisiones. El problema es de sistema/régimen/Estado y debe llevar a una reorganización que estimule la participación electoral de la sociedad. El sistema de mayoría simple debe ser conducido a una segunda vuelta entre los dos candidatos punteros para obligar a una mayoría absoluta en la votación.
El riesgo de no hacerlo radicaría en que en el 2018 el PRI gane las elecciones con el 25-27 por ciento de los votos emitidos y gobierne con menos del 8 por ciento de los votos sobre la población total, una democracia minoritaria.
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