Creo en Dios y en la Patria, en el amor y en la amistad: Alfredo Martínez de Aguilar

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* Rumbo a los cien años, es momento oportuno de reiterar mi profesión de fe en Dios y en la Patria, pues nací para amarles por sobre todas las cosas, así como ratificar mi fe en el amor y la amistad.

* Es mi convicción respetar el honor y la lealtad. Me duele que hoy en día la delincuencia organizada y los grupos armados sean quienes los respetan más que gobernantes, políticos y empresarios.

 

Al cumplir 65 años de edad, que al correr precozmente en terracería y sin aceite, se convierten en el doble, confieso que he vivido intensa y apasionadamente con la santa locura del Quijote.

Aprendí a soñar en un mundo mejor, pero educado estoicamente como guerrero en la cultura del esfuerzo por don Juan, mi papá grande, también aprendí a luchar por construir ese mundo mejor.

En un Te Deum y ejercicio de humildad, obligado es hacer un alto en el camino y dar gracias a Dios, a la vida, a mi familia y a mis muchos amigos, hombres y mujeres, eterna fuente de inspiración.

Con humildad reconozco que en gran medida debo lo que soy y lo que tengo materialmente en mi patrimonio familiar a las enseñanzas de todos, hombres y mujeres. ¡Benditos sean por siempre!

Con los filósofos René Descartes y José Ortega y Gasset aprendí que soy producto de mis propias circunstancias. No creo en la buena ni en la mala suerte porque no existe, pero sí en la energía.

Jamás dejaré de reconocer que he aprendido y aprendo cada día de todos incluyendo a quienes no conozco ni conoceré nunca en esta dimensión más que por sus obras y grandes historias de vida.

Agradezco a mis amores y desamores sus grandes enseñanzas. Nunca me cansaré de amar y ser amado. Aprendí a disfrutar la soledad y la sufro, lamiendo mis heridas, cuando muerde mi alma.

Me esfuerzo por mantener actualizados mis saberes de manera permanente. Encontré en la preparación integral, el trabajo y el ahorro, y la inversión diversificada, la fórmula del éxito.

No es mi divisa en la vida la acumulación de poder y dinero, ni el prestigio ni la fama, porque tan solo son vanidad. Vine a servir, no a ser servido, aprendí de Jesús con los escolapios y jesuitas.

A lo largo de mis vivencias en la vagancia responsable del cielo al infierno, aprendí a golpes que la

vida sólo es justa con aquellos dispuestos a luchar con inteligencia por hacer realidad sus sueños.

Rumbo a los cien años, es momento oportuno de reiterar mi profesión de fe en Dios y en la Patria, pues nací para amarles por sobre todas las cosas, así como ratificar mi fe en el amor y la amistad.

Tuve la enorme fortuna de ser concebido y de nacer como hijo deseado, amado y respetado. Disfruté desde niño el ejercicio de la plena libertad sin complejos de culpa del bien y del mal.

Educado en la vieja escuela familiar del honor y la lealtad, valores reforzados, posteriormente, en las instituciones nacionales, privilegio ambos principios hasta con mis adversarios y enemigos.

Es mi convicción respetar el honor y la lealtad. Me duele que hoy en día la delincuencia organizada y los grupos armados sean quienes los respetan más que muchos gobernantes, políticos y empresarios.

A través de la tradición oral de la enorme sabiduría de la cosmovisión indígena conocí de primera mano en las sabias palabras de don Juan la invaluable grandiosidad de nuestra riqueza cultural.

En la dualidad y los principios binarios que rigen el Universo aprendí la dialéctica de la ley de los contrarios como máxima ley universal. Principio y fin, alfa y omega, orto y ocaso, eros y thanatos.

Vida y muerte, hombre y mujer, noche y día, amor y odio, alegría y tristeza, éxito y fracaso, triunfo y derrota. ¡Lo que es arriba es abajo, lo que es adentro es afuera! Además, que todos los problemas tienen solución.

En las lecturas infantiles de aventuras aprendí a volar en las alas de la imaginación y a tocar las estrellas con las manos en las oscuras noches estrelladas con los ojos abiertos o cerrados.

La incipiente hambre de eternidad infantil, de no pasar por esta vida sin dejar huella, perdiéndome en el anonimato de las masas, se acrecentó con la lectura de los clásicos griegos y romanos.

Aun cuando viviré cien años, éstos serán insuficientes para agradecer todos los días, semanas y meses de mi vida, la generosidad de brindarnos personal y familiarmente su amistad y afecto, apoyo y solidaridad, invaluables.

Por cada uno de ustedes, gracias a Dios, a mi familia y a la vida, soy y somos felices e inmensamente ricos en amor, afecto, cariño y amistad. De todos hemos aprendido, con humildad, grandes lecciones positivas de vida.

Les admiro y respeto, queridos amigos-hermanos. Jamás regateo a nadie sus méritos. Frecuentemente hablo con mi esposa y mis hijas de ustedes. Comparto con ellas sus éxitos y fracasos, triunfos y derrotas, alegrías y tristezas.

Pequeños grandes detalles de ustedes son nuestro alimento del alma: sus miradas, sus sonrisas, sus palabras, sus saludos con apretones de mano, palmadas en el hombro abrazos y besos, llamadas telefónicas o mensajes en las redes sociales.

Con muchos de ustedes hemos compartido a lo largo de la vida éxitos, triunfos y derrotas. Con profundo respeto hemos llorado, sobrios, de alegría y por tristeza en su hombro, en su pecho o en su regazo, cuando las cosas no han ido bien en la vida o cuando la más profunda soledad ha mordido nuestra alma y nos ha hecho aullar de dolor.

Su presencia y compañía a nuestro lado no tiene precio. Personal y familiarmente, estamos en deuda con ustedes eternamente. Gracias por ser ustedes nuestros amigos-hermanos del alma. Mi familia es su familia. Nuestro hogar es su hogar.

Siempre estaremos disponibles a su llamado, a cualquier hora, cualquier día. Cuenten con nosotros en las buenas, en las malas y en las peores. Que Dios les bendiga, cuide y proteja al lado de sus familias. Abrazo fraterno.

 

alfredo_daguilar@hotmail.com

director@revista-mujeres.com

@efektoaguila