La crisis global generada por el Covid-19, en México tendría que llevarnos a repensar nuestro federalismo. Ante la crisis sanitaria, económica y laboral generada por las medidas de aislamiento social, se esperaba que el gobierno federal impulsara medidas extraordinarias de apoyo a la economía y a las clases sociales media y baja, que serán las más afectadas económicamente por la pandemia, y capitaneara eficazmente las medidas de protección sanitaria para toda la población. No ha sido así. Y ante el vacío federal, algunos gobiernos estatales están impulsando medidas emergentes que tendrían que derivar en una reformulación de algunos aspectos del federalismo mexicano, que está demostrando su anacronismo y su incapacidad de responder a las circunstancias actuales del país.
En efecto, si bien como forma de Estado la federación establece un sistema de distribución de competencias para fortalecer integralmente a todas las partes integrantes del conglomerado, lo cierto es que el federalismo mexicano ha sido más bien un espejismo que ha permitido la unión de los estados, pero a partir de un fortalecimiento desproporcionado del ámbito federal.
En tiempos de tranquilidad, ese modelo tropicalizado a la circunstancia mexicana explicaba su existencia en la comodidad y la conveniencia mutua, particularmente por el hecho de que la federación decidió asumir una actitud paternalista y suplir a las entidades federativas en el cumplimiento de diversas responsabilidades, y éstas lo aceptaron por parecerles lo más conveniente.
No obstante, en medio de una crisis inusitada y extraordinaria como la generada por el virus Covid-19 —y sus efectos en prácticamente todos los rubros de la vida social y económica del país—, el federalismo tendrá, en el corto y mediano plazo, una de sus más duras pruebas de subsistencia por la necesidad del reacomodo de sus viejos y agotados equilibrios, a partir de las acciones que, frente a la crisis, están tomando los gobiernos estatales para hacer lo que el gobierno federal no hizo. Y en eso, el aspecto fiscal juega un papel determinante.
Y es que a lo largo del siglo XX, el gobierno federal mexicano —un ente centralista en toda su estructura, a pesar de su careta federal— decidió concentrar prácticamente todas las facultades fiscales para sí. De este modo, dejó sólo algunos impuestos menores en la competencia de los estados, pero sin márgenes importantes de maniobra.
En esos tiempos, esto fue cómodo para todos: el gobierno federal siguió fortaleciéndose —siguiendo las enseñanzas del caudillismo revolucionario— y las entidades federativas y los municipios dejaron de ejercer la engorrosa e impopular labor de cobrar los impuestos de mayor cuantía. Apareció así el sistema de coordinación fiscal, y entonces los estados eran únicamente “ayudantes de cobro” de los gravámenes federales; a cambio recibían porcentajes de esos ingresos federales, independientemente de si éstos cobraban o no los impuestos que les correspondían.
Eso explica por qué los sistemas recaudatorios estatales son pobres e ineficientes. Las entidades federativas se quedaron con poquísimos impuestos —a la nómina y el hospedaje son los más relevantes— y los municipios se quedaron con el cobro de ciertos derechos y el impuesto predial. Todos los impuestos relevantes —ISR, IVA, IEPS, etcétera— los cobra la federación vía el SAT.
EMERGENCIA ECONÓMICA: ¿Y LA FEDERACIÓN?
¿Por qué todo esto es relevante hoy? Porque la emergencia sanitaria por el Covid-19 ocurre en el contexto de una crisis económica que ya tenía existencia propia. Las medidas de aislamiento social resultan draconianas para una economía que ya de por sí está en aprietos. Por eso el gobierno de López Obrador intentó por todas las vías posibles minimizar la verdadera gravedad de la contingencia y aplazó excesivamente el momento de decretar la emergencia sanitaria —otra decisión que, del mismo modo, tendrá que ser pasado por el tamiz del federalismo—. Y se esperaba que el gobierno impulsara medidas emergentes para paliar la crisis económica, ahora agravada por el coronavirus.
Nada de eso ocurrió. Por eso, han sido algunos gobiernos estatales los que han emprendido la tarea —difícil, por su propia precariedad recaudatoria— de impulsar apoyos al empleo y a la economía de la clase media. En el caso de Oaxaca, el gobernador Alejandro Murat anunció medidas que, si bien intentan contribuir a la preservación de empleos y de la economía de las clases trabajadoras y emprendedoras, lo cierto es que éstas se circunscriben a los limitados alcances financieros que tienen las arcas estatales, a partir del hecho de que cobran pocos impuestos y tienen una recaudación baja, si se compara con la federal.
De hecho, la sujeción del presupuesto oaxaqueño a los fondos federales —y por ende, la estrechez de sus márgenes autónomos de maniobra— es evidente: en 2019 el gobierno oaxaqueño reportó (https://bit.ly/2VoiIUQ) que, de su gasto anual, que ascendió a 80 mil 879 millones 770 mil 812 pesos, sólo 5 mil 117 millones 993 mil 754 pesos fueron de ingresos generados por impuestos y derechos estatales. Ello deja ver que más de 75 mil millones de pesos —el 93.75% del gasto público estatal— llegaron a Oaxaca por transferencias y participaciones fiscales federales.
En la misma sintonía, los gobernadores del noreste del país anunciaron que presentarán un plan conjunto de rescate de las micro y pequeñas empresas, ante la ausencia federal. Uno de los mandatarios estatales, Jaime Rodríguez de Nuevo León, incluso reprochó algunas de las muchas injusticias fiscales que existen en México: “…recibimos migajas, y aún con eso hemos sabido sacar adelante nuestra región, lo cual se debe precisamente a los empresarios, que no son sólo los grandes, sino también el taquero, el que tiene un restaurante, y el pequeño proveedor que surte al grande”, al tiempo de recordar que debe haber un nuevo pacto fiscal (https://bit.ly/2XtNhuX).
De hecho, las entidades del norte del país se quejan porque ellas aportan más al PIB, que lo que la federación le devuelve en participaciones fiscales. Le reprochan a la región sursureste que recibe más de lo que produce. No es una injusticia en sí, sino el reflejo de un desequilibrio de origen del sistema federal mexicano, que no logró procurar un desarrollo homogéneo en todas las regiones del país, para que todas produjeran riqueza al mismo nivel.
Además, nuestro sistema fiscal está lejos de una distribución justa, en la que tanto el gobierno federal como los estados tuvieran sistemas recaudatorios simétricos, en los que todos gravaran parcialmente la producción de riqueza, la renta y el consumo, y con eso tuvieran mejores márgenes y equilibrios para disponer de manera autónoma de sus recursos.
En realidad, el federalismo fiscal mexicano es totalmente centralizador. Por eso, cuando el gobierno federal decide no invertir —ya sea en temas de salud, infraestructura, apoyos económicos, etcétera—, los estados se quedan totalmente inmovilizados porque no tienen una capacidad recaudatoria al menos aceptable para tomar sus propias decisiones. Se vuelven rehenes de los caprichos o las decisiones federales, y entonces sus medidas emergentes son insuficientes, porque tienen una recaudación pobre de la cual echar mano.
NECESARIO, UN NUEVO PACTO FEDERAL
El rubro fiscal es un botón de muestra de algo mayor: el sistema federal ha venido engullendo muchas de las facultades esenciales que antes eran de concurrencia o de coordinación con lo gobiernos estatales. Hoy, aspectos como la salud, educación, el fomento económico, la organización electoral y muchas más, están totalmente en manos del poder central, a pesar de que en la Constitución federal son facultades concurrentes con los estados.
Hoy, la crisis sanitaria revela la necesidad de un replanteamiento del sistema federal, pues ésta no sólo ha puesto en evidencia las insuficiencias del llamado pacto fiscal, sino también deja en el aire diversas preguntas que tendrán fuertes repercusiones: ¿por qué el Consejo de Salubridad General —un órgano integrado por los tres ámbitos de gobierno— decretó la emergencia sanitaria mucho tiempo después del momento en que los expertos internacionales lo recomendaban? ¿Actuaron los gobernadores en el marco de sus atribuciones llamando al aislamiento social antes que la federación? ¿Qué responsabilidades tendrá el gobierno de López Obrador por sus dilaciones y negativas a intervenir en rubros importantes de la economía, la salud y el bienestar de las personas?
Una consecuencia indispensable de esta crisis debiera enfocarse en un reordenamiento clarificador de la distribución de competencias federación-estados; y sobre todo, en el hecho de que los gobiernos estatales asuman —por primera vez en décadas— su relevancia dentro del pacto federal, para lograr ahora sí la equidad —tantas veces aplazada, pero justa y necesaria— en su relación con el gobierno central.
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