Corruptos: Renward García Medrano

Print Friendly, PDF & Email

24 millones de dólares en sobornos, que se estima equivalen a dos horas de ventas de Wall-Mart México, parecen pocos a la luz del tamaño de la macroempresa y de la corrupción endémica que atraviesa todos los niveles de gobierno, los poderes del Estado, los partidos políticos y a la sociedad misma. Lo más probable es que esos millones sean sólo el hilo más visible de la madeja.

 

Lo interesante es que bastaron las revelaciones a The New York Times de un abogado que fue despedido de la empresa en 2006, para que las acciones cayeran en 4.66% en Wall Street y en 12% en la Bolsa Mexicana de Valores. Eso representó, sólo en la bolsa mexicana, una pérdida para la empresa por cerca de 7 mil 300 millones de dólares. Allí sí duele.

¿Por qué se eligió México para este negocio lleno de fango? ¿Por qué Wall-Mart sobornó a tantos burócratas en nuestro país y no lo hizo en Finlandia? ¿Por qué otra empresa estadunidense le “regaló” un yate a un funcionario segundón de la CFE?

La corrupción está en todas partes, pero se acentúa en países con bajos niveles de desarrollo económico, mala distribución del ingreso y regímenes autoritarios. México cumple con creces las dos primeras condiciones y aunque desde hace algunos lustros vivimos en una democracia electoral plena, tenemos una historia de autoritarismo y corrupción.

En la Colonia se vendían los cargos públicos y éstos pasaban a ser parte del patrimonio de las familias “bien”, por lo que la riqueza de entonces se debió a la corrupción. Con la aplicación de las Leyes de Reforma se trasladaron los bienes de los pueblos y el clero a particulares, y allí surgieron los primeros prestanombres, muchos de los cuales se quedaron con las riquezas de Dios: fueron los ricos porfirianos. Con pocas excepciones, los jefes revolucionarios se hicieron de tierras y poder regional en “la bola” y se convirtieron en caciques y empresarios de distintos tamaños.

Ya en el siglo XX, la corrupción fue el origen de la industria y la razón de sus tremendas debilidades. Menciono sus ejes en términos muy esquemáticos por las limitaciones de espacio, pero lo hago con fines ilustrativos.

Desde Calles, los gobiernos fomentaron la creación de empresarios mexicanos, y para ello ofrecieron “atractivos” a la inversión, es decir, utilidades, con la creencia de que las reinvertirían para construir consorcios grandes y productivos como los de los países más avanzados. La protección fue integral: sectorial, externa, laboral, tributaria.

El sector agrícola, que era exportador neto, generó divisas, abasteció de insumos baratos a la industria y de alimentos baratos -y subsidiados- a los obreros para atenuar las demandas salariales, lo que significó un traslado de excedente económico agrícola al sector industrial.

Para que tuvieran un mercado seguro las empresas mexicanas, se cerraron las fronteras a la importación, principalmente de bienes de consumo. Negocios que habrían sucumbido a la competencia externa se hicieron prósperos y generaron altas utilidades, pero la industria mexicana perdió la oportunidad de desarrollarse tecnológicamente.

Para abastecerla de insumos baratos y seguros, el Estado administró los sectores estratégicos -petróleo, electricidad, acero, telefonía, etc.- y compró las empresas privadas que quebraban por mala administración, como una cadena hotelera o una fábrica de bicicletas. El desprestigio del sector público como administrador fue el precio de la incompetencia del privado.

Para controlar los problemas laborales, se dosificaron los salarios y prestaciones y se ahogaron las protestas a través de las organizaciones obreras oficialistas y, en ocasiones, de la fuerza pública: la corrupción sindical que hoy repudian las “buenas conciencias”, las benefició a ellas en primer término.

Para hacer aún más atractiva la inversión, se aplicaron bajas tasas impositivas y se dieron estímulos a las industrias “nuevas y necesarias”, lo que contribuyó a la debilidad estructural de las finanzas públicas.

La oferta de empleos y la escuela pública fueron decisivas en el surgimiento de una extensa clase media -consumidora- que desde finales del siglo XX se empezó a desmoronar.

Los empresarios no reinvertían sus utilidades y mucho menos gastaban en investigación o en la compra de tecnologías nuevas: teníamos empresas pobres con empresarios ricos, muy ricos.

Más recientemente, cuando se privatizó el sector paraestatal, se vendieron a precios de ganga algunos monopolios -por ejemplo Teléfonos de México- sobre los que se han edificado inmensas fortunas familiares.

En todos estos procesos, claro, los funcionarios públicos tomaban para sí una parte del pastel, pero lo central es que el origen de las grandes riquezas mexicanas de hoy y de siempre es la corrupción.

Los ladrones no están sólo en el gobierno ni sólo en un partido político; si así fuera, bastaría con votar por otros -como lo hizo la mayoría en 2000 y 2006- para resolver el problema.

Lo que tenemos que hacer es una transformación integral que incluya una nueva ética, empiece en los hogares, continúe en las escuelas y se reafirme en todos los ámbitos de la vida social. Si no lo logramos en los próximos años, la mezcla de violencia con ineficiencia y fango nos deparará sufrimientos mayores.