Las reformas energética y hacendaria no serán fáciles y quizá ni siquiera posibles si entre los contribuyentes campea la percepción de que la corrupción en México sigue siendo intocada, como no sea cuando el gobierno vuelca su fuerza contra algún miembro de la élite indisciplinado o traidor, como han sido los casos emblemáticos de La Quina y La maestra.
El sentimiento social de impunidad es el antídoto a la comprensión y respaldo que necesita el poder público para llevar adelante una reforma que ha sido atacada por la supuesta entrega del petróleo al extranjero y otra que, se quiera o no, repercutiría directamente, en su capítulo fiscal, sobre el ingreso de las personas, tanto de los que pueden oponer resistencia –los grandes apostadores del casino financiero que si retiran sus capitales provocarían una crisis en todo el sistema económico–, como los que no tienen sino una voz masiva, que rara vez expresa con nitidez las exigencias de cada persona. Éstos son la mitad de la población que sufre algún grado de pobreza y las vapuleadas clases medias.
La reforma fiscal, quizá más que ninguna otra, necesita el apoyo de los jóvenes, que son mayoría, y a quienes el Estado debe abrir expectativas creíbles de futuro, pues durante tres decenios, en su mayoría han sido excluidos de la educación media superior y superior y del empleo. Antes que subir los impuestos, el Estado necesita conquistar la confianza de millones de muchachos que no tienen más porvenir que el comercio callejero, la delincuencia menor, la protesta de los autonombrados “anarquistas” que agredieron brutalmente a policías desarmados el 1 de diciembre y el 10 de junio en la Ciudad de México, o las filas de sicarios, distribuidores y espías al servicio de la delincuencia organizada.
Si el gobierno en verdad aspira a aumentar la recaudación para financiar sus políticas social y económica, necesita todo el apoyo de la sociedad, para compensar la oposición beligerante de los grandes intereses que se verían afectados por una reforma fiscal que creara mecanismos seguros para hacer pagar impuestos a todos y elevar las tasas (porcentajes del ingreso) a las personas de mayores ingresos. Y, como se ha visto con las mutilaciones a la reforma de las telecomunicaciones, los llamados poderes fácticos son capaces de impedir los cambios que los afectan o expurgarles elementos esenciales.
El respaldo activo a las reformas pasa por la percepción de que la autoridad castiga la corrupción, pues nada ofende tanto a los contribuyentes –todos lo somos porque nadie se escapa de pagar el IVA– como el hecho de que muchos hombres y mujeres de poder y sus operadores, como Granier y otros ex gobernadores, ex funcionarios públicos de todos los partidos, líderes y ex líderes sindicales presuntamente responsables de desviar recursos públicos para sus cuentas bancarias, estén por encima de las leyes que a todos nos obligan y cuya aplicación parece limitada a los pobres y clases medias, que somos los que votamos y los que pagamos la mayor parte de los impuestos. Y para estos grandes grupos, pagar impuestos no significa reducir la cotización de las acciones, sino disminuir el consumo de alimentos, medicinas, ropa, transporte, servicios indispensables para la supervivencia en el siglo XXI.
Políticos, funcionarios en los tres niveles de gobierno y líderes sindicales obsecuentes con el poder o contestatarias, deberían estar en la cárcel junto con las abundantes pandillas de pillos que han sido sus operadores directos en el robo de recursos públicos, el tráfico de influencias y otros delitos calificados a los que se agrupan bajo el título genérico de corrupción. Millares de ladrones “respetables” han abusado, en provecho propio, de los cargos de elección popular o designación.
Pero la corrupción no es privativa de los políticos. En la primera plana del Reforma del viernes pasado, aparecen declaraciones de un funcionario de la Profeco, según las cuales todas las gasolinerías roban de 40 a 50 centavos por litro, lo cual les producen ingresos ilícitos por 92 millones de pesos diarios. Este robo masivo, descarado y más eficaz que los sistemas informáticos de control, es apenas una muestra de la corrupción que impera entre los que pueden aprovecharse de su situación económica, política, eclesiástica.
Nuestros políticos y empresarios son parte de nosotros mismos que, como sociedad, somos el origen de la corrupción, el abuso, la violencia en todas sus expresiones, pues esa es la cultura que se adquiere en las familias llamadas eufemísticamente disfuncionales y se refuerza en las escuelas con los maestros que ha creado la corrupción en el sindicalismo oficial y anti oficial.
Para contrarrestar esa cultura de la autodestrucción es indispensable la reforma educativa, que no sólo debe asegurarse que los maestros pasen los exámenes, sino también que los planes y programas de estudio sirvan para preparar los recursos humanos que demandarán los indispensables programas de expansión industrial y de servicios y para formar seres humanos y ciudadanos de bien.
En la educación pública está una respuesta, pero sólo la primera respuesta. El Estado mexicano debe reconstruir la institución familiar y reparar el tejido social, ambos devastados por la conjunción terrible de la miseria y la violencia dentro y fuera del hogar, dentro y fuera del barrio.