Conspiración en el paraíso verde: Miguel Ángel Sánchez de Armas

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Un felino enorme y metiche. Un sujeto duro y descorazonado que hace pareja con otro blandengue y pocoseso. Un diminuto can y una sabihonda y parlanchina adolescente: tales son los integrantes de la improbable pandilla que viaja por un lejano país en busca de un palacio verde que regentea un misterioso personaje quien según la leyenda tiene el poder para cumplir los más oscuros deseos y los medios para satisfacer los caprichos más desorbitados. En su aventura, la banda no duda en valerse del engaño, la traición y la hechicería para lograr su meta. Dos mujeres son asesinadas, numerosos seres exterminados y varios pueblos sometidos a los apetitos de la quinteta en el transcurso de la historia que culmina con el exilio del regente del palacio verde y la usurpación de su trono.

 

¿La síntesis de la próxima telenovela del Ajusco? ¿Resumen del guión para una nueva película de Schwarzenegger ahora que la hacienda californiana ya no le pagará un salario? ¿Encriptación del plan para invadir Irak y capturar a Hussein? ¿Presentación de un nuevo reality show en el canal de las estrellas?

 

Nada de eso. Es la síntesis de una obra perfectamente apta para toda la familia, un icono de la literatura infantil. Los menores de 40 años quizá no le encuentren un timbre conocido, pero los de mi generación ya habrán identificado la trama de El mago de Oz, la obra de Lyman Frank Baum que por estas fechas cumple la respetable edad de 110 años –uno menos para ser todo un hobbit de la literatura. 

 

Confieso que siendo devoto de la literatura juvenil y fanático de la fantástica y de la ciencia ficción, el tal Mago de Oz y sus personajes nunca me han simpatizado. Tampoco me gustó la famosa película -salvo el tema musical del arcoíris. La historia no me parece lo suficientemente mágica. Ingeniosa, tal vez, pero sin encanto. Es un libro, ¿cómo decirlo?, sin sorpresas… predecible.

 

 Creo que Baum intentó parafrasear Alicia en el país de las maravillas que se había publicado 35 años antes, en 1865, con la intención de servir una obra más popular o menos elaborada. Pero las diferencias entre Baum y Lewis Carroll (Charles Lutwidge Dodgson) los colocan en categorías muy separadas. Además de escritor, Carroll era un matemático que enseñaba en Oxford y había publicado textos eruditos (Euclides y sus rivales), mientras que Baum careció de una educación formal y a lo largo de su vida fue un multiusos soñador, romántico y nada práctico.

 

No se requiere un estudio comparativo para encontrar el paralelismo. Baum imagina que un huracán levanta una casa y la deposita en un lejano país fantástico en donde una niña, Dorotea, vivirá una serie de aventuras. Carroll, por su parte, hace que otra niña, Alicia, caiga en un pozo que la llevará a una tierra fantástica en donde vivirá una serie de aventuras. Las semejanzas aquí se agotan. Alguien me podría increpar la injusticia de juzgar con criterios del 2010 un libro publicado hace 110 años y en principio tendría razón, pero sólo en principio. La citada Alicia… y El viento entre los sauces, dos libros que recuerdo en este momento de la literatura infantil sajona, han resistido admirablemente el paso del tiempo y se dejan leer con magia y encanto, cosa que no encuentro en el de Baum.

 

Hace tiempo que esto me inquieta. Es un problema mío, desde luego, porque en Estados Unidos el libro es objeto de veneración –aunque pienso que no necesariamente de lectura– y sus personajes, frases y situaciones son parte del idioma y la cultura urbana. Goodbye Yellow Brick Road de Elton John, o el apodo de la pequeña hija de Harrison Ford en Vuelo presidencial, “Munchkin”, son dos ejemplos entre cientos que podrían citar. Y que la obra de Baum goza de admiración extendida entre los primos del norte se confirma en la edición conmemorativa del centenario del libro, publicada en el 2000 y prologada ni más ni menos que por John Updike, Daniel P. Mannix, Ray Bradbury, Gore Vidal y Nicholas von Hoffman.

 

Desde el primer capítulo le encuentro peros (no sólo yo: la obra ha sido criticada y en algún momento los libros de Baum fueron vetados en las bibliotecas escolares de los pecosos del norte):

 

En una árida planicie de Kansas vive la huérfana Dorotea con sus tíos y un perro en una casa de madera que un tornado eleva por los aires con la niña y el can en su interior. Eventualmente caen a tierra y aplastan a una poderosa bruja que tiene esclavizada a la comarca desde dios sabe cuándo. Es de suponer (porque Baum no lo dice), que en ese instante la hechicera se agachó a ajustarse un zapato y se descuidó. Dorotea se calza las sandalias de plata que toma del cadáver de la que sabemos era la Malvada Bruja del Este… y ahí comienzan sus aventuras.

 

Pues no me cuadra. Aplastar con tal facilidad a una hechicera tan poderosa como se nos hace creer, es como si Supermán se bebiera inadvertidamente un licuado de kriptonita, o que Puk y Suk atraparan y guisaran en cañabar a Tsekub Baloyán, o que Regino Burrón se sacara la lotería, o que Avelino Pilongano trabajara medio día. ¡Y la trama! Sólo las que semanalmente asesta en la pantalla una rechoncha, anodina y predecible presentadora de televisión xalapeña pueden ser más aburridas que la de ese libro

 

Los personajes también me causan problema. El León, el Espantapájaros y el Hombre de Hojalata con el perro, Dorotea y el propio mago de Oz, abusan del hilo narrativo –sí, también el can. Una miríada de caracteres que chocan entre sí, desde monos alados hasta diminutos seres de porcelana, con un tutti fruti de horrendos monstruos que son puntualmente liquidados como si película de James Bond se tratara, entorpece la historia. Cuando quiero saber más de Dorotea o de las cavilaciones del leñador de hojalata que antes fue hombre, puede aparecer un payaso de porcelana cuyo placer es romperse una y otra vez, o saltar a escena algún engendro con los ojos en la panza.

 

En el libro sin duda se encuentran todos los elementos para una narración fantástica en el más amplio sentido de la palabra. ¿Por qué pues -por lo menos desde mi óptica- se diluyen? Mi única explicación es que es un libro sin sorpresas, producto de la pluma de un escritor muy menor… y que me perdonen Hollywood y el Home Security Department.

 

¿Y qué decir de la película? Francis Gumm –mejor conocida como Judy Garland- recibió un Oscar especial por su papel de Dorotea e inició una exitosa carrera cinematográfica que de alguna manera se ve continuada en su hija, la talentosa Liza Minelli. Todos los especialistas dicen que El mago de Oz es uno de los iconos del cine sonoro y la literatura especializada la coloca al lado de clásicos como King Kong, Drácula, El doctor Frankenstein y La momia. Pero… bueno, mejor réntela en su videocentro favorito y luego platicamos.

 

Lyman Frank Baum nació el 15 de mayo de 1856 en Chittenago, Nueva York, hijo de un pequeño empresario y de una severa episcopaliana que controlaba con puño de acero a su familia. Fue un niño enfermizo y débil, el séptimo de nueve hermanos, que no pudo asistir a la escuela y debió recibir clases particulares en casa. Como ha sido el caso de muchos otros escritores, muy pequeño aprendió a leer y pasaba días enteros en la biblioteca paterna, en donde sufrió ataques de pánico al encontrarse con las brujas y monstruos de los cuentos infantiles, lo cual, dicen sus biógrafos, le hizo jurar que de grande escribiría historias que no asustaran a los niños.

 

Como regalo de catorce años recibió una pequeña prensa con la que él y su hermano iniciaron la publicación de un periódico que distribuían entre los vecinos del barrio. A los 17 fundó The Empire y una revista especializada en filatelia. A partir de entonces desempeñó una larga serie de oficios: vendedor, reportero, impresor, director de una cadena de teatros y actor, entre otros. En 1882 se casó con Maud Gage, hija de una prominente feminista. Siguieron años de problemas económicos y de salud. En 1891 se establecieron en Chicago en donde por las tardes leía los cuentos de Mamá Ganso a los niños que se reunían en la sala de su casa. Y como los pequeños no atinaban a comprender por qué un ratón trepaba a un reloj o cómo una vaca podía saltar sobre la luna, Lyman comenzó a inventar sus propias historias y a escribirlas a insistencia de Maud. Así nació la serie de catorce libros sobre Oz que después de su muerte continuaron varios escritores, produciendo veintenas de volúmenes.

 

Pero fue uno sólo, El mago de Oz, el que le consagró e inmortalizó su nombre, y que dio pie a la película musical (1939) convertida en un clásico, aunque ya antes, en 1901, el propio Baum había adaptado un espectáculo musical que fue muy popular y durante nueve años estuvo de gira por diversos estados. Baum intentó lo mismo con otras obras de la serie Oz, sin éxito.

 

Lyman Frank Baum murió de un infarto el 6 de mayo de 1919, unos días antes de su cumpleaños 63, debilitado por los problemas cardiacos que desde niño padecía. En su última época apenas tenía fuerzas para escribir un poco todos los días. Mandó guardar en una caja de seguridad dos manuscritos para ser publicados cuando la enfermedad lo postrase. Así, ese hombre melancólico y generoso, investido a su muerte con el título de “Real historiador de Oz”, se puso para siempre a salvo de los espantos de los cuentos infantiles.

 

 

Profesor – investigador en el Departamento de

Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.