El juez y militar Norteamericano Charles Lynch, en 1870 decidió sin potestad alguna condenar por alta traición a ciudadanos opositores al movimiento de independencia de los Estados Unidos, esta acción le valió para que su apellido se inmortalizara y diera nombre a las ejecuciones sin proceso previo por parte de la multitud.
En Oaxaca, durante el mes de septiembre fueron cinco las ejecuciones cometidas a través de la “justicia por propia mano”. Sin mediar investigación, defensa y juicio, en nombre de la ley del pueblo, se le privó de la vida a seres humanos quienes presuntamente cometieron delitos, personas que debieron ser puestas a disposición de autoridades y ser llevados a cuentas ante la justicia. Pero no fue ese su final, en vez de ello, terminaron sus vidas en plazas públicas y basureros en manos de la multitud enardecida.
Tanto en la sierra sur, como en el valle central, en los municipios donde se suscitaron estos condenables hechos, existieron denuncias previas por parte de las autoridades locales y pobladores ante los entes de seguridad y procuración de justicia para atender y frenar una serie de delitos que se estaban cometiendo cotidianamente en perjuicio de particulares y las propias comunidades. Cadenas de delitos entre los que los que destacan el asesinato de pobladores y autoridades, robo, abuso sexual, secuestro, extorsión, abigeato, entre otros. Series de delitos que sólo encontraron como respuesta redes burocráticas y omisión por parte de quienes legalmente detentan la función de hacer respetar la ley e imponer el orden.
Y así es como en Santiago Matatlán y San Pablo Coatlán “tanto fue el cántaro al agua que se rompió”. Entre la omisión institucional y el hartazgo social, se incubó la barbarie, y las escenas ocurridas, particularmente en Matatlán, enseñaron el nivel de violencia social que vivimos en Oaxaca. Una violencia social que da cuenta y es expresión de la desigualdad del poder y condiciones de vida en el estado.
Desde Matatlán, la capital mundial del mezcal, mostramos a México y al mundo, la severa degradación institucional que atravesamos, la crisis de autoridad, la profunda erosión que existe en las relaciones entre ciudadanos y autoridades, que no son producto de la generación espontánea sino de la terrible inseguridad, ineficacia, inoperancia, corrupción de jueces, policías, fiscales y gobernantes que en el imaginario colectivo ya no logran distinguirse de los delincuentes.
En el hartazgo estuvo la causa y el efecto que nos ha llevado a que Oaxaca hoy ocupe el denigrante quinto lugar nacional en linchamientos, pero también en este hartazgo esta la salida. Un hartazgo que debemos conducir a la exigencia de vivir con paz y seguridad, reuniéndonos en las plazas públicas de nuestros pueblos, colonias y barrios, para darles vida, con gritos de esperanza y no de muerte. En la multitud y desde ella, debemos elevar la exigencia de que la justicia se aplique, que a quienes conferimos esa responsabilidad cumplan la ley, protejan nuestra integridad y velen por la seguridad de todas las familias.
No es nuestra propia mano, bajo ningún motivo la que debe cobrar afrentas. Quitar la vida a otros es denigrante, debe ser la ley, la justicia y quienes la representan a quienes debemos obligar a actuar.