Andrés Manuel López Obrador ha dicho en repetidas ocasiones que en su impugnación a la elección presidencial respetará los cauces institucionales y, hasta ahora, lo ha cumplido. “No llamamos a la movilización, decidimos irnos por la vía legal y esperar el resultado del Tribunal [Electoral del Poder Judicial de la Federación], pero aun así no están conformes [sus adversarios], están inquietos, quisieran que nos rindiéramos; no vamos a suicidarnos políticamente, no vamos a rendirnos, no vamos a arriar bandera, vamos a seguir luchando por nuestros principios y nuestros ideales. “
Este trozo de su discurso del pasado domingo en el Zócalo, es nítido: López Obrador afirma que la movilización se apartaría de la vía legal. No comparto su dicho: la Constitución y las leyes reconocen el derecho de personas y grupos a manifestar pacíficamente lo que deseen en la plaza pública.
También dice que la movilización equivaldría a un “suicidio político”, y en esto podría tener razón, pues las marchas y mítines son tantas y tan frecuentes que han hartado a los capitalinos, porque trastornan el tránsito de una ciudad de suyo congestionada como la de México, y afectan algunos negocios establecidos. Estos actos de masas no son delictivos; a lo sumo son faltas administrativas, pero como lo que le importa a Andrés Manuel, y con razón, es el efecto político, ha preferido abstenerse de emplear este recurso que con tanta habilidad utiliza.
Un reconocimiento implícito en el párrafo transcrito -ha sido explicitado por López Obrador en varias ocasiones- es que el plantón de 2006 en Reforma tuvo un alto costo político para él y su movimiento. Si pese a todo se afianzó y fortaleció como el principal líder de lo que en México se conoce como izquierdas, fue gracias a su larga marcha por todos los municipios del país durante más de cinco años y al aprovechamiento oportuno y eficaz de la protesta juvenil que cundió a partir de la chispa prendida en la Universidad Iberoamericana, pues tengo la impresión de que su campaña fue muy pobre.
La insistencia en el respeto a la ley y la renuncia a la movilización de masas puede entenderse de dos maneras: a) como una reafirmación de la imagen que quiso crear con la estrategia de la “república amorosa” y b) como el anuncio de acciones tumultuarias a partir de que el TEPJF declare presidente electo a Enrique Peña Nieto, como supongo que ocurrirá. En esencia, el mensaje sería: “respetamos las instituciones hasta el último momento, pero con el apoyo del TEPJF al fraude electoral no nos queda más remedio que…”
Lo que no sabemos -tal vez sólo lo sabe López Obrador- es lo que sigue después de que el Tribunal declare válidas las elecciones federales, como es previsible que lo haga. En el mismo discurso AMLO dejó abierta la incógnita: “No estamos pensando todavía en lo que sigue, estamos en lo que nos interesa, en el que se invalide la elección presidencial para hacer valer la democracia en nuestro país”.
Esta es la carta que tiene bajo la manga y que le ha ayudado a mantener un núcleo más o menos sólido en torno suyo, pese a importantes desprendimientos casi expresos (en política no se dice; se insinúa) de Manuel Camacho Solís, y se entiende que también Marcelo Ebrard y Miguel Ángel Mancera, así como de (¡quién lo dijera!) René Bejarano.
La incertidumbre ha despertado en grupos empresariales y ciudadanos el temor de que el siguiente paso provocará una inestabilidad política similar o mayor a la de 2006, que sería muy costosa para el país, habida cuenta de problemas críticos, como la violencia, el desempleo, el aumento de precios de los alimentos y otros, que hace seis años no tenían la magnitud actual.
¿Por qué pienso que la insistencia en el respeto a las instituciones puede ser el preámbulo de un serio conflicto político? ¿Por antipatía a López Obrador o por quedar bien con Enrique Peña Nieto, a quien di mi voto?
No. El personaje me inspira desconfianza, pero admito que es el dirigente más carismático de la izquierda mexicana en muchos decenios y comparto algunas de sus propuestas políticas.
Dicho esto, soy de los ciudadanos que temen que López Obrador promueva un problema político a raíz del fallo del TEPJF porque ha advertido a los magistrados que “tienen que pensarlo muy bien” y ha insistido en que “No vamos a aceptar ninguna argucia legaloide que permita que se viole la Constitución […pues] hemos presentado todas las pruebas, hay miles de pruebas […].
¿Quién decidirá si el dictamen del TEPJF estará apegado a derecho o será “una argucia legaloide”? López Obrador. ¿Quién ha decidido que los miles de pruebas que presentaron (un borrego, gallinas, camisetas, relojes, tarjetas de débito, etc.) tienen validez legal y son pertinentes y suficientes para invalidar la elección presidencial? López Obrador. ¿Con qué autoridad hace todo esto? Con ninguna. Su poder está en su capacidad para armar una crisis política que nadie sabe cuándo ni cómo podría terminar en las delicadas circunstancias del país y del mundo, y eso se llama chantaje.