Cavilaciones sobre literatura y política: Miguel Ángel Sánchez de Armas

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Miguel Ángel Sánchez de Armas

El escritor es un artista, un creador que persigue un fin superior. Cuando el escritor se pone al servicio de “causas políticas” o decide convertirse en un “luchador social” corre el riesgo de que sus creaciones dejen de ser literatura. Por eso se nos caen de las manos tantas páginas del “realismo socialista” o del “realismo de derechas” y apenas podemos contener la risa al abrir el volumen de un autor al servicio del amado líder Kim Il-Sung o cuando escuchamos en versos musicalizados las hazañas de un político contemporáneo. Pero si el creador es fiel a sí mismo y a su oficio, su obra puede tener consecuencias en el mundo de la política.

La creación artística sobrevive a la política. En lo inmediato, el puño del funcionario cae con estrépito sobre el escritorio y en ese instante mismo Caballería roja es purgada de las editoriales e Isaac Bábel enviado al paredón, La sombra del caudillo se queda en España lo mismo que Martín Luis Guzmán, Ulises se confisca en las aduanas y Joyce no obtiene una visa, Cariátide es satanizada y Salazar Mallén va a los tribunales, No me voy a casar es clausurada a punta de fusil y Ngugi wa Thiong’o encuentra alojamiento en la cárcel: un largo etcétera para el que no tendría espacio. Pero al paso del tiempo Bábel, Guzmán, Joyce, Mallén, Thiong’o y todos los habitantes de mi etcétera, vuelven a nosotros más vivos que cuando caminaron sobre la tierra, mientras que el nombre de sus verdugos corre el peor de los destinos, el del desprecio y el olvido.

Sucede también que un escritor incómodo gana reconocimiento internacional y entonces los burócratas de su país despiertan, lo reclaman como ejemplo para el mundo y como autor favorito del líder. Una muestra la tuvimos cuando Orhan Pamuk recibió el Premio Nobel de literatura 2006. En Estambul, poco después de conocida la noticia, los trajes ceremoniales fueron cepillados, los bigotillos recortados y las botas lustradas para dar la mejor imagen a la prensa internacional (la nacional andaba de juerga con la leal oposición). Pamuk fue elevado a epítome de la grandeza, valores y fuerza espiritual anticipados por Kemal Ataturk. En el olvido quedaron el denuesto, el acoso, la agresión contra el escritor que poco antes había sido llevado a los tribunales acusado de “insultos a la turquedad” (sic) por juzgar que el país debía enfrentarse a su historia y aceptar su responsabilidad en la masacre de un millón de armenios y treinta mil kurdos durante la primera guerra.

He aquí pues un resultado práctico de la literatura: exponer ante la opinión pública mundial a un gobierno represor en cuyo código penal no sólo hay artículos que evocan al mexicanísimo delito de “disolución social” -que hoy algunos nostálgicos quisieran revivir- sino que castiga crímenes como éste: “pensamientos no consistentes con los valores históricos turcos”.

Como Turquía se había postulado para ingresar a la Unión Europea y el voto correspondiente estaba sobre la mesa en Bruselas, el Nobel a uno de sus ciudadanos provocó que desde el Presidente y el Primer Ministro para abajo anduvieran nerviosos y prestos a garantizar que el régimen en realidad tenía una absoluta identificación con los valores de la libertad de pensamiento y expresión, lo que quizá divirtió a Pamuk, quien en 1998 declinó el capelo de “Artista de Estado” que las autoridades de su país quisieron endilgarle.

Pamuk escribe doce horas diarias siete días a la semana y el poco tiempo libre que le queda lo dedica a la defensa de los derechos humanos de sus compatriotas. En mayo de 1997 dijo a una entrevistadora, después de razonar que involucrarse en la brutal política cotidiana mata lentamente el espíritu creador: “Turquía es una nación salvaje. No hay lugar para otras comunidades religiosas, étnicas o lingüísticas. Si Jesucristo fuese un policía turco sería sobornado en diez meses. A diario se dan a conocer escándalos vergonzosos, pero nada cambia. Quiero vivir en una sociedad en donde a las personas no se les arreste por sus pensamientos”. ¿No tiene esto un dejo de déjà vu? ¿Quiere esto decir que los escritores que salen en defensa de los derechos humanos, los que se manifiestan en contra de las dictaduras y el despotismo, contra la corrupción, los que defienden las causas sociales son buenos escritores y que a contrapelo, los escritores de Estado, los intelectuales orgánicos -como diría el llorado Gramsci- son unos palurdos que no hacen literatura, sino libelos? De ninguna manera. Mi querida amiga, la Hija de María Morales, me recuerda que Sartre decía que el marxismo nos enseña por qué Paul Valéry es un escritor pequeñoburgués pero no nos enseña por qué no todos los pequeñoburgueses son Valéry. Que resulten poco respetables o poco dignos los escritores que se ponen al servicio de un régimen no les resta necesariamente valor literario.

A Borges lo señalaron en innumerables ocasiones por avalar al régimen. Querían que fuera un revolucionario pasados los 80 años. ¿Eso le restó valor o calidad a su producción? ¿Le quitó su sitio en la literatura no sólo latinoamericana sino universal? No creo. Guillermo Cabrera Infante declaró en muchos tonos su desacuerdo con Castro cuando los marxistas apostaban por la probidad y el liderazgo histórico del Comandante, lo cual no mermó un céntimo la creatividad del autor de Tres tristes tigres.

Están también Ernesto Cardenal y Nicolás Guillén, quienes encajarían en la categoría de escritores de estado. Recordemos el poema de Guillén que haciendo loa del naciente régimen castrista decía: Cuando me veo y toco / yo, Juan sin Nada nomás ayer / y hoy Juan con Todo / y hoy con todo / vuelvo los ojos, miro / me veo y toco / y me pregunto cómo ha podido ser (….) Tengo, vamos a ver / tengo lo que tenía que tener’. El poema completo es una belleza. Guillén primero era poeta y luego publicista de Fidel Castro, y no luego, sino quizá por último.

En fin, cuando un escritor se pone al servicio de “causas políticas” o decide convertirse en un “luchador social”, sigue escribiendo, pero sus libros sólo serán literatura si no pierde la calidad de buen escritor. Ayudará más o menos a su causa si escribe bien o mal. Mi conclusión es que la enseñanza del marxismo de que no existe neutralidad es vigente. Todos adoptan una posición política, pero eso no los define como escritores. Simplemente hay buenos y malos escritores, cuya elección política toma rumbos inciertos.

Recuerdo ahora la reflexión de mi amigo, el irlandés perdido en las nieves suizas: dijo Archibald MacLeish que para los poetas, “American as well as English… the time is near”. Pero unas cuantas decenas de poetas dieron la vida en América Latina por causas políticas; y ni hablar de las centenas de políticos que en algún momento de su vida incursionaron por la poesía. Pareciera que en nuestra América no hay políticos por un lado y poetas por otro. Es una ensalada maravillosa de luces y sombras que presentan un poeta más humano que el purista de academia o biblioteca. Lo que para MacLeish fue una posibilidad de generaciones futuras, para gente como César Vallejo fue un rito de pasaje tan natural como hacer el amor en un cementerio. La mezcla de periodistas, poetas y políticos todavía aterra y fascina en algunos antros académicos euro-yankis.

En 1939 en The Atlantic Monthly, Archibald MacLeish publicó Poetry and the Public World en donde habla de cómo la poesía y la revolución política encuentran terreno común en un mundo cambiante. La primera lectura es una colisión con el MacLeish de Ars Poetica de 1929 en donde le da a la poesía un lugar muy lejos de todo lo que no es (y la política está lejos del ser): “Un poema no debiera significar / Sino ser”. ¿Sería que en 1939 con una gran depresión, un “New Deal” y una segunda guerra de por medio, el poeta cambió y quizá trastocó su relación con el mundo? Dice MacLeish: “Hay una muy buena razón por la que la relación de la poesía con la revolución política debiera interesar a nuestra generación. La poesía, para la mayoría, representa la intensa vida personal del espíritu único. La revolución política representa la intensa vida pública de una sociedad con la cual el espíritu único debe, pero no debe, hacer su paz. La relación entre ambas contiene un conflicto que nuestra generación entiende: el conflicto entre la vida personal de un hombre, y la vida impersonal de muchos hombres.”

Quizá la literatura anglo y europea considera que quien escribe sólo debe hacer eso, escribir. Nada de periodismo, política o activismo. MacLeish deja bien claro desde qué perspectiva escribe. Acá los escritores, allá el resto del mundo. En América Latina la literatura es ancilar a la cotidianeidad de nuestras vidas. No se concibe el escritor puro, a la Borges. Pero hay otra clave, que es la diferencia fundamental entre la poesía (y la literatura) del mundo anglo-euro con la del mundo latinoamericano.

De regreso al ensayo de MacLeish, desde su perspectiva el meollo del asunto no es si la poesía “debiera” tener que ver o no con la revolución política. “El asunto de fondo es si la poesía es de tal naturaleza, y la revolución política es de tal naturaleza, que la poesía pueda tener que ver con la revolución política, ya que se puede proponer que la poesía debiera hacer tal cosa o no debiera hacer aquella […]: la poesía no tiene más leyes que las leyes de su propia naturaleza”.

“La verdadera maravilla no es aquella que los diletantes literarios dicen sentir: la de que la poesía deba ocuparse tanto de un mundo público que tan poco le concierne. La verdadera maravilla es que la poesía se ocupe tan poco de un mundo público que le concierne tanto”.

Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.

4/02/10