Enrique Peña Nieto no es Lázaro Cárdenas y las circunstancias global y nacional de 2013 no son las de 1938. Cárdenas se proponía cumplir las demandas populares de la revolución y convertir a campesinos y obreros en fuerzas políticas organizadas, y Peña Nieto se propone recuperar la viabilidad de la economía para dar sustento al cambio social que se interrumpió a mediados de los años 1970. Cárdenas es un símbolo y no un argumento; su obra transformó al país, pero es irrepetible.
El país y el mundo han cambiado significativamente en tres cuartos de siglo. Mientras que desde 1917 el Estado surgido de la revolución crea nuevas instituciones y es el referente político fundamental, en el segundo decenio del siglo XXI, el Estado nacional está en declive, tanto por la fiebre privatizadora cuanto por la suma de corrupción, incompetencia, burocratismo, pobreza intelectual y moral de la clase política, de toda ella, la que gobierna y la que se opone, la que está en partidos y la que presiona desde la calle. El poder personal del presidente está mucho más acotado que en los años 30 y 40.
En los gobiernos de los generales y los abogados la política se hizo en contacto con el pueblo –del que provenían los militares y los noveles profesionistas– y con las cúpulas obrera y campesina, cuya semilla fue sembrada desde Obregón; en los días que vivimos se ha cambiado el concepto de “pueblo” por el de “sociedad civil”, que alude más a la clase media ilustrada, y la política se hace en y con los medios.
En aquellos años el mundo se aprestaba a dirimir la disyuntiva entre nazi-fascismo y capitalismo industrial y financiero; hoy no parece haber opciones a un sistema económico global que ha exacerbado la concentración del ingreso, pese a que el mercado nunca, en ninguna parte del mundo, ha garantizado el pleno empleo y a que en unos cuantos años está desvirtuando la experiencia más importante de integración económica, cultural y política de la historia: la Unión Europea.
Cuando el mundo dejó de ser bipolar, los conceptos de izquierda y derecha políticas se volvieron difusos. La disolución de la Unión Soviética dejó a la política internacional sin uno de sus referentes. Los jóvenes rebeldes de 1968 soñaban con la utopía de un mundo más humano y justo; los de nuestros días, no sueñan; se limitan a rechazar al sistema que los ha expulsado y le ha quitado el porvenir a dos, tres o quién sabe cuántas generaciones.
En esta realidad, nos queda como país la posibilidad de limpiar la casa y crear nuevas instituciones para construir lo que en el siglo XX se llamaba economía mixta, con la rectoría efectiva de un Estado nacional libre de corrupción, impunidad, simulación, ocultamiento. Un Estado democrático que ejerza la rectoría que le ordena la Constitución a través de leyes y normas, pero también con participación en las ramas fundamentales de la economía, acaso creando empresas mixtas que repartan el riesgo y las utilidades bajo esquemas transparentes en que los inversionistas reciben utilidades atractivas y el Estado guía su desarrollo en función de los objetivos nacionales.
Necesitamos un Estado consciente de que la gran amenaza no es la delincuencia organizada, sino la miseria, la corrupción y la destrucción del hábitat del hombre, como nos lo han recordado, hasta ahora, los huracanes Ingrid y Manuel, que también ilustran cómo los fenómenos naturales matan menos que los negocios fraudulentos de particulares y funcionarios de los tres niveles de gobierno.
Carecería de sentido que el gobierno se calificara a sí mismo de “extrema izquierda dentro de la Constitución” como lo aventuró Adolfo López Mateos, o que usara cualquier otro disfraz ideológico. El gobierno debe asumir y practicar unos cuantos fines: el rescate de las grandes masas de pobres, el fortalecimiento efectivo del binomio educación-empleo como medio para mitigar la inequidad y devolver a la gente la posibilidad de mejora económica, social, cultural.
Entre esos objetivos debiera sobresalir el combate a la corrupción de los políticos, los empresarios –que son muy corruptos– y de la llamada sociedad civil, que también es corrupta en el angosto espacio que tiene para serlo. La inversión privada necesita estímulos, pero éstos deben ser transparentes, no privilegios fiscales, subsidios encubiertos o abdicación de las funciones esenciales del Estado. El gran estímulo para todos es la creación de un mercado interno fuerte y en expansión, que es otra forma de llamar a la mejor distribución del ingreso.
En esta lista de deseos, que creo posibles, son fundamentales la transferencia de tecnología y la formación de recursos humanos altamente calificados, una política monetaria y crediticia que sea, a la vez, política de crecimiento y redistribución, y el combate a las organizaciones delictivas, cuya proliferación es el mejor testimonio de que el sistema prevaleciente está en decadencia.
No sé si el Estado mexicano prevalecerá, con medios democráticos, sobre los poderes fácticos –económicos y políticos, formales e informales– para transformar al país y hacerlo más justo, pero si no lo consigue, se agravará la descomposición de la vida pública y privada y se polarizará aún más la desigualdad. Las élites podrán emigrar con sus capitales o blindarse con ejércitos de guardaespaldas y sistemas de seguridad, pero el resto de la gente padecerá más carencias y violencia y tendrá menos posibilidades de unirse para hacer frente a las adversidades: la desolación como destino.