Cambio: Renward García Medrano

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En un país gobernado por un mismo partido durante más de 70 años era natural que la palabra “cambio” fuera sinónimo de oposición al régimen. Las clases medias, beneficiarias del régimen, querían el cambio, no porque hubiera una propuesta política alternativa, sino porque desde principios de los años 1980 la economía se había estancado, se había abatido la oferta de empleos formales, había caído el poder de compra de los salarios y había llegado a su fin la era del cambio social desde la pobreza hacia la clase media.

El cambio que, sin explicitarlo, pretendían estos amplios grupos de población –a los que se dio el mote adulador de “sociedad civil”– era hacia el pasado, hacia los tiempos de Ruiz Cortines, López Mateos y Díaz Ordaz antes de 1968. Sin llamarlo así, exigían –con todo derecho, por cierto– el retorno del Estado de bienestar. No les interesaba demasiado qué partido y qué personas gobernaran e hicieran leyes, sino que les devolvieran el futuro que se fue perdiendo durante tres lustros con las crisis económicas de 1976 y 1982 y que se esfumó del todo con el golpe de timón hacia el “realismo”, la apertura comercial, la venta de las empresas del Estado, el viraje de la política social y los efectos adversos de todo ello sobre la calidad de vida de las personas.

En lo político, la corriente democratizadora dentro del PRI –Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, Ifigenia Martínez, Rodolfo González Guevara y un grupo reducido pero significativo– intentó evitar que el presidente Miguel de la Madrid designara sucesor a Carlos Salinas de Gortari, lo que habría privado al presidente de su facultad no escrita más importante. La inconformidad de una parte del priismo con el cambio de modelo se extendió a los pequeños partidos que sólo nominalmente eran autónomos –PARM, PFCRN, PPS, PL, PVEM– que, junto con los disidentes del PRI, formaron el Frente Democrático Nacional, que postuló a Cuauhtémoc Cárdenas a la Presidencia de la República. A ellos se sumaron Heberto Castillo y el Partido Mexicano Socialista, heredero del viejo Partido Comunista, que lo postulaba, así como algunos grupos sectoriales pero importantes.

La izquierda mexicana –unida por primera vez en la historia y hasta ahora también por última– contó, además, con los votos de muchos priistas y simpatizantes anónimos que compartían el rechazo al nuevo proyecto económico y social. Las elecciones tuvieron serias irregularidades y por primera vez en la historia el candidato del PRI no anuncio su triunfo hacia la media noche de la jornada electoral; al día siguiente apareció ante los medios un Carlos Salinas con el rostro desencajado para anunciar su triunfo y afirmar que había llegado el fin del “partido casi único”. El FDN protestó por lo que calificó de fraude y estuvo a punto de impedir la instalación del Colegio Electoral. La izquierda quería un cambio, pero también hacia el Estado de bienestar y de haber llegado al poder tal vez lo habría restaurado y corregido las fallas y vicios acumulados durante más de medio siglo.

El panismo con su candidato Manuel J. Clouthier, también se pronunciaba por el cambio y en la tarde misma de la elección se sumó a Cárdenas y a los otros candidatos perdedores para protestar por el resultado oficial que ya vislumbraban. Se presume que hubo conversaciones sobre la posibilidad de formar un bloque opositor contra el gobierno y su candidato, pero no se concretó ninguna alianza, no sé si porque ya desde entonces Cárdenas entendía que era irracional cualquier asociación política con el PAN o porque Manuel Camacho logró convencer a la dirigencia panista de que aceptara el triunfo de Salinas a cambio de concesiones que pronto se hicieron evidentes: gubernaturas, espacios en el Congreso, contratos y negocios cuya muestra más visible fue el regalo de extensos y costosos terrenos de Punta Diamante, Acapulco, a Diego Fernández de Cevallos.

El país pareció volver a la normalidad; Salinas hizo un manejo político muy eficaz y hacia la mitad de su gobierno decidió algo que no había mencionado siquiera en su campaña, en su programa de gobierno ni en el Plan Nacional de Desarrollo: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. 1994, el año en que entró en vigor el TLACN empezó con la insurrección indígena en Chiapas, continuó con el asesinato de Luis Donaldo Colosio y luego de José Francisco Ruiz Massieu y concluyó con la crisis financiera más grave después de la Gran Depresión.

La gente ya no sólo se inclinaba por el “cambio”, lo exigía perentoriamente y los partidos políticos de oposición, particularmente el PRD y el PAN supieron dar cauce a la inconformidad. El PAN se montó en el reclamo de cambio y el PRD      –conocedor de los pliegues internos del poder por su origen priista– presionó al gobierno con la misma demanda. El cambio ya no era la abstracción del pasado, sino tenía una dirección: la democratización del sistema político y este rumbo era consistente con las protestas de 1988-1989 por el supuesto fraude electoral. Una gran negociación en la que el PRI participó sólo para hacer todas las concesiones exigidas por la oposición y respaldadas por el presidente –líder “nato” del partido– y la reforma electoral logró mitigar los efectos de la recesión de 1995. Se abría la esperanza de “sacar al PRI de Los Pinos” y los opositores alentaron la creencia de que ese sería el preámbulo de una vida mejor para todos. El PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados en las elecciones de 1997 y la Presidencia de la República en las de 2000. El desastre económico, social, político y moral del país ocurrido en estos diez años prueba lo que ya había demostrado Madero en su breve paso por el gobierno: el sufragio efectivo y la no reelección no garantizan la solución de ningún problema social o económico; son sólo su primer requisito.

La extrema derecha en el poder sigue explotando la veta del cambio y le ha dado el nombre de “reformas estructurales”. Los voceros oficiales del gobierno, sus aliados en los medios intelectuales y hasta los locutores casi analfabetas que se han convertido en analistas políticos, insisten un día sí y otro también en la urgencia de las  “reformas estructurales”, que no son otra cosa que dar rango constitucional a la privatización de Pemex y de funciones básicas del Estado, que se ha fundado en leyes secundarias y reglamentos. Ya no se trata sólo de acabar con el Estado nacionalista y promotor de la justicia social, del que casi ya no quedan rastros, sino de crear bases constitucionales para hacerlo más rápido y más a fondo.

Esto es lo que debemos tener presente los ciudadanos cuando tengamos ocasión de emitir nuestro voto. Lo que está en juego no es qué partido o qué individuo va a gobernarnos en el futuro cercano; lo que está en juego es el futuro cercano mismo. La extrema derecha no sólo es autoritaria y tramposa, aquí y en el resto del mundo, ahora y el tiempos de Franco en España. Los ciudadanos tenemos que detenerla mientras podamos hacerlo con el voto, porque si nos descuidamos, hasta esa oportunidad habremos perdido.