Esta noche –escribo en la mañana del 15 de septiembre– el presidente de la República dará el “Grito” oficial desde el balcón central de Palacio Nacional, y el júbilo colectivo estallará precedido de fiestas de plástico, luces de pólvora inofensiva e imágenes y sonidos virtuales, como en la apertura de las Olimpiadas.
La Patria cumple 200 años, dicen, y es como si la niña cumpliera sus XV: aquí no hay pobreza que frustre la fiesta, aunque no haya Estela de Luz ni Parque del Bicentenario ni nada, que no sean luces artificiales que eclipsen momentáneamente las sombras reales.
Fallida y todo, la fiesta ha costado no sé cuántos millones de dólares –¿hará algo la Contraloría Superior de la Federación?– a un erario que hace exactamente un año pedía aumentar el IVA en 2 por ciento y gravar la compra de alimentos y medicinas para tapar un enorme “boquete” en las finanzas públicas que resultó ser mentira, como mucho de lo que ha dicho este gobierno.
El boquete real quedó a la entrada de Chapultepec, donde habría de erigirse un monumento, pues son los XV años de la niña y no es hora de andar con pichicaterías. O tal vez ese boquete sea el monumento a la ineptitud, la corrupción, el valemadrismo de los muchachitos del poder.
Cada quien su grito. Los capitalinos y no sé cuántos miles de mexicanos de otras partes de la república, inundarán el Zócalo, Reforma, Juárez y corearán “Viva” cuando el presidente mencione a los “héroes que nos dieron patria y libertad”, porque la del 15 de septiembre es la noche de los mexicanos; y el grito es un rugido que nos afirma frente a los otros, que son los “hijos de la Chingada”, como lo hiciera notar Octavio Paz hace sesenta años, aunque la Chingada sea la violada, la vejada, la abandonada con la bola de hijos, que somos nosotros mismos.
Cada quién su grito. Andrés Manuel López Obrador, dará el suyo en la Plaza de las Tres Culturas después de leer un mensaje, y tal vez no despierte el júbilo quienes acudan a esa ceremonia, sino la rabia, la determinación de convertir al Presidente Legítimo en Presidente Constitucional, y reanudar la fantasía sexenal de que ahora sí, este presidente acabará con la pobreza, con la injusticia, con la violencia.
Cada quién su grito. Miles de familias que han perdido a un hijo, un padre, un hermano en la lucha entre grupos criminales por el control de los territorios y en la guerra del presidente Calderón contra todos ellos, darán también un grito. Será un grito ahogado por el dolor de la orfandad y la viudez; un grito hacia dentro, que ni siquiera estallará en el llanto liberador.
Siete y medio millones de jóvenes –de 300 mil, balbucea la falsificación oficial– darán su propio grito de frustración; el grito de los “perdedores”, como dicen los gringos y los agringados.
Esos muchachos a los que mi generación y otras no supieron darles la oportunidad para construir su porvenir, están por todas partes: en los cruceros con un trapo y una mano extendida; van camino a la frontera con Estados Unidos; están aquí mismo, afuera de mi casa mientras escribo sobre un drama generacional que apenas puedo imaginar como contraste de la juventud que yo viví, en la que la vida presente y futura dependía del esfuerzo.
Yo también tengo algo que gritar y lo grito: ¿Cuándo perdimos el país que creíamos estar construyendo? ¿En el choque de las fantasías juveniles con las fantasías de subversión de un presidente engañado, engallado y asustado? ¿Cuándo olvidamos que Luis Echeverría había sido el Ministro del Interior del gobierno represivo y preferimos creer que su tercermundismo retórico era nuestro mítico “nacionalismo revolucionario”? ¿Fue por eso que los jóvenes de entonces nos hicimos burócratas, algunos incluso en el gabinete? ¿Perdimos al país cuándo López Portillo nos inundó en la abundancia efímera del petróleo inagotable y siempre más caro? ¿O lo perdimos en el anticlímax delamadridista que pretendió renovar la moral de la sociedad sin tocar a las élites? ¿Cuando cambió el rumbo de la historia económica, social y política a nombre del realismo, la esbeltez del Estado que fue pretexto para su desmantelamiento que está en la fase final? ¿O perdimos al país al regreso de Davós, cuando Salinas y Córdoba se tropezaron con la el libre comercio con Estados Unidos y luego con Canadá? ¿O cuando preferimos creer que las reformas a los artículos tercero, quinto, 27, 28 y 130 eran modernidad y no entrega de la banca y las empresas públicas a monopolios privados, sepultura de la reforma agraria y apertura de los sarcófagos cerrados por Juárez, de los que salió el desfile revanchista de las sotanas pervertidas y arrogantes? ¿Perdimos al país con el “error” de diciembre o de noviembre, el Fobaproa y los créditos que otorgó un Clinton sonriente a un Zedillo agradecido? ¿O lo perdimos cuando la gente creyó que el PRI era autor de todos los males y llevó a la Presidencia de la República a un analfabeta y su patética mujer? ¿O seis años más tarde, cuando la reacción decimonónica se quitó las máscaras y antifaces?
Releo este largo párrafo y me dispongo a partirlo en tres o cuatro para no perder la atención del lector, pero desisto: en ese párrafo está mi grito y, como todos los gritos, es indivisible. Lo dejo como está y digo –y me digo– que el mío es el grito de un hombre de 71 años (casi) nacido en una vecindad de Corregidora, que vivió sus primeros años en el Cuadrante de la Soledad y en un pueblo frío, polvoso y ventoso. Un niño que se formó en la fila para entrar a la escuela pública, comprar leche, pan y otros víveres en la Conasupo, curar sus males en el Seguro Social y luego en el ISSSTE y que devino en profesionista clasemediero. Es el grito de un hombre cuyos descendientes descienden, sí, pero en la escala social y económica porque mi generación se regodeó en sus míseros éxitos y dejó hacer, dejó pasar. O acaso porque las aguas siempre vuelven a su nivel. Cada quien su grito.