México ha sido tierra de saqueo y sus recursos naturales y la riqueza producida por su gente han sido botín de piratas. Lo fueron en la Colonia y en la mayor parte de la vida independiente y lo son hoy, cuando los monopolios se disputan el control de las comunicaciones que son servicios indispensables para la vida en el siglo XXI.
Es mexicano el hombre más rico del mundo, cuyo talento empresarial le permitió aumentar su fortuna en 40 por ciento en sólo un año, y son mexicanos millones de pobres alimentarios y de otras modalidades. Como dice Carlos Tello en el prólogo de su más reciente libro[1], “La sociedad mexicana es desigual porque la desigualdad se estableció desde el principio y en ella se basó, en buena medida, el desarrollo económico y social de México”.
Después de la Revolución, el Estado se convirtió en el eje de la vida nacional y ejecutor del capítulo social de la Constitución de 1917, sintetizado en los artículos 3, 27 y 123. A pesar de sus fallas y vicios, el Estado industrializó al país e hizo posible el desarrollo social transgeneracional a través de la escuela y el empleo. Los hijos de los pobres devinieron en amplias clases medias: profesionistas, intelectuales, artistas, pequeños y medianos empresarios, trabajadores calificados y no, burócratas.
Hacia el último cuarto del siglo XX el proceso se dislocó a consecuencia de los errores y excesos de los gobernantes, el enriquecimiento de los empresarios sin acumulación de capital y la formación profesional e ideológica de los hijos de familias opulentas en universidades estadunidenses, entre otros factores.
Los liderazgos no pudieron imaginar un modelo económico consecuente con la raíz revolucionaria del México moderno y a la vez viable en el mundo que se abría a la competencia: se sucedieron crisis de 1976 a 1996 y se demolió, desde dentro, del proyecto nacionalista comprometido con el cambio social.
Más allá de las circunstancias específicas, las derrotas electorales del PRI en 2000 y 2006 fueron consecuencia del agotamiento de su vocación incluyente y de la incapacidad del Estado para continuar el desarrollo social a gran escala. La precipitada y fallida expropiación bancaria favoreció el desprestigio del Estado revolucionario y su pronta desarticulación: se privatizaron los bancos, se desmanteló el instrumental de promoción económica y se desintegró el sector paraestatal. La ideología derechista encontró campo fértil para inocular en el ánimo colectivo algunas ideas simples: el Estado es corrupto e incompetente para la administración de empresas productivas.
En el primer decenio de este siglo la derecha, dueña del poder, invalida al Estado como rector económico con un modelo que sacrifica el crecimiento por la estabilidad –lo hizo incluso en la recesión– y con la cancelación de toda posible política industrial. Gobierna con mentalidad gerencial, suplanta la política social con programas asistencialistas que usa para fines electorales, y remplaza la verdad con la creación de “percepciones”.
Resuelta a engañar, disloca el significado de las palabras. Un ejemplo está en la exposición de motivos de la iniciativa de los senadores panistas para reformar la Constitución a fin de ceder a consorcios privados las facultades del Estado en materia petrolera y petroquímica básica. El texto reedita la argumentación de la contrarreforma frenada por la oposición en 2008, con una modalidad grotesca: repite hasta la náusea que su propuesta refuerza dos valores que han sido sacrílegos en el lenguaje panista: la rectoría del Estado y la soberanía nacional.
Si la derecha en el gobierno no se ha atrevido privatizar abiertamente Pemex y la CFE es porque aún están muy arraigados en la sociedad algunos principios fundacionales del México del siglo XX, pero ha encontrado la forma para salvar el obstáculo: emite reglamentos y promueve leyes secundarias que violan la Constitución.
Un caso paradigmático es el proyecto de Ley de Asociaciones Público-Privadas (APP) aprobado ya por el Senado, que está en discusión en la Cámara de Diputados. Son contratos de un gobierno –federal, estatal o municipal– con una empresa privada para que ésta construya obras públicas como carreteras, hospitales, escuelas, etcétera o preste servicios públicos: conducción de agua potable, atención médica, administración de reclusorios y muchos más.
Estos contratos se desarrollaron en Inglaterra, España y otros países europeos, y en México los han usado el Gobierno Federal y muchos estatales. Como todos los intentos privatizadores, las asociaciones APP se presentan como vías para que la iniciativa privada, patriótica y generosa, cargue la pesada losa que agobia al Estado y éste libere recursos públicos para fines más nobles.
En realidad, las APP se idearon como artimañas para disfrazar la deuda pública de gasto corriente, como ocurrió con los Pidiregas en México. Con estos contratos, las burocracias federal y estatales pueden aumentar el endeudamiento a discreción sin el obstáculo de la Cámara de Diputados, como ha ocurrido ya en muchos estados de la República.
Las partes se dividen el trabajo: la empresa privada obtiene créditos para financiar las obras y el gobierno paga la inversión y los intereses de la deuda empresarial. Y como el mercado financiero cataloga los créditos de las APP en el rango de alto riesgo, el gobierno tiene que pagar mucho más por los créditos de lo que erogaría si él mismo contratara la deuda, considerada de bajo riesgo, para construir las obras y prestar los servicios.
Como la obra de las APP es propiedad de la empresa contratista, el gobierno tiene que pagarle una renta por su uso(de 25 a 40 años), o autorizarla para que cobre a los usuarios, como ocurre con el peaje de las carreteras. A ello se agregan los pagos por servicios auxiliares de mantenimiento, almacenes, limpieza y otros. Adicionalmente, los servicios sustantivos (médicos o educativos, por ejemplo) deben ser pagados por el gobierno o los usuarios.
Las empresas contratistas, aquí y en el resto del mundo, rebasan los plazos establecidos, minimizan la calidad de los materiales y cuando se declaran en quiebra a pesar de los descomunales pagos del gobierno, éste las rescata para no suspender servicios esenciales, como ocurrió en México con el programa carretero y en Londres con las obras del Metro.
En su ponencia ante el foro organizado por la Cámara de Diputados para discutir el tema, Asa Cristina Laurell informó que “el valor de construcción y equipamiento de los nuevos hospitales APP [en Inglaterra] fue de 11.3 mil millones de libras pero estos contratos se pagarán con 65.1 mil millones de libras o ¡un monto 6 veces mayor!”.
En México, las APP han dejado cascarones inservibles, como la Ciudad Administrativa de Zacatecas, la torre administrativa en Monterrey o los hospitales regionales de alta especialidad que, según la misma fuente, rebasaron el cálculo costo-beneficio, tuvieron un costo superior al contratado no se terminaron ni equiparon a tiempo. Tres años y medio después de ser inaugurado, el del Bajío apenas cumple el 35 por ciento de las metas de hospitalización y consultas y el Bicentenario, inaugurado hace año y medio, sólo cumple el 10 por ciento.
Los contratos de Asociaciones Público-Privadas no sólo son un disfraz de la deuda pública y transfieren a particulares funciones sustantivas del Estado, sino que abren abundosas sangrías a los recursos del erario y elevan innecesariamente los costos de las obras y servicios públicos.
Es inaceptable que el Senado haya aprobado esta iniciativa hecha para privatizar al Estado Mexicano y para atracar al erario público al tiempo que se pretende generalizar el IVA en alimentos. Lo que debe hacerse es exigir el manejo honesto y eficiente del gasto público con rendición de cuentas, y en vez de legalizar las asociaciones público-privadas opacas, dispendiosas y anticonstitucionales, habría que cancelar las que ya existen.